martes, 28 de diciembre de 2010

¡Inocente palomita!


“No te preocupes, traé el disco que yo le paso un buen antivirus”, le dijo mi colega a su alumna y, con una risita que era un claro indicativo para ella de que se trataba de una simple broma, agregó: “Pero ponelo en una bolsa de plástico, para que no contagie a los otros.” Habría que aclarar en este punto que el disco en cuestión era un diskette 5 ¼", cuando la computación era para guapos, porque los informáticos de antes no usaban gomina… aunque algunos usaban camisa rosa. Ah, los lejanos '80. En esos tiempos de dulce naïvety fue cuando ocurrió esta anécdota, que concluye con su joven y bonita alumna llegando al día siguiente con el diskette en la bolsa de plástico indicada, sellada con cinta adhesiva, sujetándolo (tal vez de forma inconsciente) algo alejado de su cuerpo. ¡Por supuesto que NO nos reímos en su cara! ¿Qué clase de gente se piensan que éramos?
Los años han pasado, terribles, malvados, y la candidez se ha ido. Ahora, hay una PC (o una notebook, o una netbook, o una o más de las anteriores, con sus gadgets satélites) en cada hogar, y todo el mundo es un nerd en potencia. Cualquiera es un señor, cualquiera es un hacker.
Sin embargo, cuando recibí recientemente una llamada de un alumno contándome que había saltado el firewall de su máquina al copiar un CD prestado, pero que no sabía si había infectado el disco duro, la nostalgia se cebó en mí. “No te preocupes, no uses el CD hasta que te instale un buen antivirus”, parafraseé. Imité lo mejor que pude la risita tonta y agregué con mi voz más obviamente sarcástica: “Pero guardalo en una bolsa de plástico, para que no contagie a los otros.” Y me olvidé del chiste. Después de todo, mi alumno utiliza la compu desde hace varios años con bastante eficiencia y autonomía. ¿Por qué no habría de olvidarme?
Al día siguiente llegué a su casa, dispuesta a establecer defensas contra las armas de destrucción masiva que pudiera haber introducido ilegalmente el CD foráneo. Mi joven y apuesto alumno me condujo a su estudio y, orgulloso, me mostró el disco emponzoñado, prolijamente metido en una Ziploc hermética y guardado (tal vez de forma inconsciente) en un cajón aislado de los demás. ¡Por supuesto que NO me reí en su cara! Hice mutis y me puse a instalar, que a eso había ido.
Mientras tanto, arribé a la sencilla pero contundente conclusión que les transmito aquí, para ilustración de las mentes preclaras: la inocencia, damas y caballeros, trasciende los géneros y las generaciones.

martes, 21 de diciembre de 2010

Who needs the Kwik-E-Mart?


“No va a venir, mirá la hora que es, ¿qué hacemos?”, dice el más joven, mesándose dramáticamente los cabellos dorados. Su peinado de elfo se hace añicos. “Nos dejó en banda con todo el práctico, y es para el lunes, ¡¿qué hacemos?!”El otro no tiene un pelo fuera de lugar: las crenchas negras y brillantes son una obra de arte que parece hecha por el viento. Reclinado con displicencia en el ángulo entre el asiento y la pared, con las piernas estiradas sobre la otra silla, bosteza, no menos teatralmente que su amigo.
“Lo hacemos nosotros solos, obvio.” Suena calmoso, maduro, imperturbable.
“Pero el libro lo tiene él en la casa…” La voz del otro se quiebra, producto de la pubertad y los nervios autoinflingidos.
“Si lo googleamos seguro que hay algo.”
“Pero el profe dijo que no estaba en Internet…”
“¿Y vos te pensás que el profe sabe usar Internet?”

El rubiecito se sobresalta, horrorizado, pero no desciende un rayo del cielo, así que una luz de esperanza se enciende en sus ojos azules. “¿Habrá algo…?”
“Y si no, nos vamos acá al frente, que hay una biblioteca. O se lo pedimos prestado a algún otro del curso. O le preguntamos a tu papá, o a mi mamá, que seguro saben de dónde lo podemos sacar.” Por primera vez, mira a su aterrado amigo, con la expresión condescendiente con que yo miro a mi gatita cuando se le acaba la cama y cae por el costado y queda colgada de las uñas. Con el mismo gesto, estira la mano y le sujeta el hombro un instante, rescatándolo del borde del abismo. “Lo vamos a hacer nosotros solos. ¿Quién lo precisa al forro ése?”
El rubio sonríe, asiente, respira; se le afloja todo el cuerpito flaco, se apoya en el respaldo y cierra los ojos. Entonces, el moreno remata su obra con una afirmación taxativa que, en sus labios jóvenes, se oye aún más implacable:
“Gringo, nadie es imprescindible.”
En más de un grupo se hace el silencio, a su alrededor. Más de un cuello se estira para verlo, como quien observa pasar un cometa. Ellos no lo advierten.
Cruzo la mirada con el tipo trajeado que está en la mesa de enfrente. Levanta su vaso (de plástico con pajita, los que usamos todos, incluso los que no somos niños como el filósofo y su discípulo, en este reducto de regresión alimenticia) y hace un brindis en mi dirección, señalando al moreno con una admirativa inclinación de cabeza. Yo imito su ademán y brindo también con él por este Sócrates recién salido del huevo, sintiéndome melancólica, esperanzada, y terriblemente vieja, todo al mismo tiempo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Jesús en ojotas


“¿Te puedo hacer una pregunta?”, escucho a mi lado, y aún antes de verlo noto la sonrisa en su voz. Bajo el libro y miro. Se ha sentado junto a mí sin que yo lo advierta. No es extraño, porque estaba en Rivendel otra vez.
“Sí, claro”, digo amablemente, repasando de antemano el GPS mental que tengo almacenado sobre esta zona, temiéndolo insuficiente. Pero no. No se trata de ubicación.
“¿Conocés a Jesús?”, me pregunta, sin atenuar la sonrisa.
Abro la boca. La cierro. La vuelvo a abrir a medias.
Él me mira con ojos oscuros y límpidos, esperando pacientemente mi respuesta. Barajo unas cuantas y las voy descartando en segundos:
  • “No, no estaba el día que presentaron al equipo.”
  • “¿Cuál Jesúsh, el de la Crush?” *
  • “Ah, uno de barba, sí, ¿cómo anda? ¿Se le pasó el delirio místico?”
  • “¿No tenés nada mejor que hacer con tu tiempo?”
Mientras éstas y otras estupideces pasan por mi cerebro, le pego una escaneada de arriba abajo: veintipico, un negrito cordobés que sería del montón sin la sonrisa, delgado pero atlético, ropa sencilla pero impecable, ojotas de cuero trenzado, un par de días sin afeitarse. Se parece un poquito a la imagen más difundida del objeto de su pregunta.
En esos instantes, se me ha pasado el malhumor que acarreé todo el día y del que traté de evadirme en la Tierra Media. No tengo corazón para reírme de él o para contestarle mal, así que decido ser sincera.
“Sí, conozco a Jesús. Pero no soy creyente y hoy no tengo ganas de pelearte.”
Se ríe. No me esperaba eso; esperaba indignación o insistencia, y él se ríe.
“¡Qué pena!”, me contesta. “Porque a mí me encanta pelear por la causa.”
Ahora me río yo. Con ganas, desde la panza.
“¿Por qué me preguntaste a mí?”, digo cuando consigo ponerme más o menos seria. “¿Me viste cara de necesitar un salvador?”
No es enteramente una broma, porque hoy lo necesitaba.
“La verdad que no”, dice con expresión de asombro. “Es que estaba aburrido y no hay nadie más por acá.”
Y ahí vuelve otra vez, la risa. Me acompaña a reírme un poco, charlamos sobre nada en especial otro rato, se estira como los perros, alarga un “Bueeeno…”, se despide alegremente y se va. De a trechos se da vuelta y me saluda con la mano.
Cuando desaparece, me meto de nuevo en la historia que mejor me hace sentir, ya sintiéndome mejor. No es poco probable que así haya comenzado el mito, me digo. A causa de un flaquito como tantos, hijo de vecino, con el simple e inusual don del gesto adecuado y la palabra justa en el momento preciso.

* Para conocer la historia completa de “Jesúsh, el de la Crush”, enviar un e-mail a la dirección de correo electrónico que figura en mi perfil… y un dólar a “Pato Feliz”, Avenida Siempreviva 742.




martes, 7 de diciembre de 2010

Irracional


“¿Qué hacés acá? ¡Tu papá y yo te estamos buscando! ¡¿QUÉ HACÉS ACÁ?!” El latigazo de la voz de mujer me sobresalta y tardo un instante en verla a pesar de que está justo en mi campo visual, junto al chico de unos tres o cuatro años, montado en el caballito del área de juegos del supermercado, con la cabeza apoyada en el cuello del caballo y la cara vuelta hacia el otro lado, mirando los televisores o tal vez dormitando, y que ahora se incorpora hacia su madre, que estira una mano para tocarlo y no llega porque otra mano, una de hombre, se cruza en el camino. La mano del padre vuela hacia el brazo flaco que está abrazado al cuello del caballo y lo pellizca con fuerza. Lo escucho mascullar algo pero no entiendo lo que dice. No puedo leer sus labios porque tiene los dientes apretados. Pero la mano lo pellizca, lo sujeta fuerte del hombro, lo sacude violentamente, lo agarra de la muñeca, lo baja a tirones y se lo lleva a rastras, casi dislocándole el brazo. Sólo entonces empiezo a percibir los sonidos que hace el chico. Y también recién entonces veo a la gente alrededor, el montón de gente que mira, toda esa gente que ve y no se mueve. Ya casi lo ha arrastrado hasta la mitad del enorme local y, cuando me doy cuenta de que estoy corriendo detrás de ellos, lo arroja con un brusco movimiento deslizante, medio sentado, medio tirado en el suelo, un par de metros, hasta que la pared lo para en seco, y el chico se queda ahí, haciéndose un bollo, mientras el padre se aleja y la madre se acerca. Alcanzo al padre antes de que la madre alcance al hijo y, por encima del hombro, le largo un vómito proyectil de razones, amenazas e insultos. Lo sigo mientras camina cada vez más rápido intentando dejarme atrás sin lograrlo y tratando de mirarlo a los ojos, pero me esquiva la mirada y el cuerpo, así que orbito a su alrededor mientras le digo que puedo denunciarlo aquí y ahora mismo, que el responsable de la seguridad es él y no la criatura, que va a cosechar lo que siembra tarde o temprano, que es un hijo de puta cobarde y malparido. Quiero que me mire, quiero que pruebe contestarme o ponerme a mí una mano encima, pero no lo hace, así que me acerco más, me le pongo al frente y lo empujo, lo golpeo varias veces con el hombro mientras le digo “Cagón, cagón, cagón” con los dientes apretados, quizás en la misma mueca con que vi su cara por primera vez. Me mira, me aguanta la mirada dos segundos y sale corriendo. Voy a perseguirlo, pero unos metros detrás se escucha el primer llanto fuerte, y me doy vuelta como un resorte, me voy a zancadas hacia la madre, y me tiro de rodillas junto a donde está sentada abrazándolo para rogarle, para ordenarle que no tolere que él maltrate a su hijo, para desoír sus explicaciones estúpidas y vacías porque no puedo oír más que el llanto de ese crío.
A continuación, estoy sentada en una mesa con la cabeza entre las manos, sin saber cómo llegué aquí; el carrito con mi mochila y las compras, que había quedado por ahí, no sé dónde, está a mi lado. Me tiembla el cuerpo, me duelen la rodilla y el hombro, y la mandíbula se me ha trabado. Tengo que dar la espalda a donde estaban, porque estoy estirando el cuello, esperando que aparezcan, para seguir explicándoles que si yo, que apenas soporto a los niños y tengo menos instinto maternal que un hámster, sentí que se me desgarraba algo adentro de sólo ver lo que pasaba, ellos deberían cortarse las manos antes de lastimar a su propio hijo, deberían dejarse matar antes de permitir que alguien lo hiera. Me doy vuelta, porque si los veo otra vez no me voy a poder contener, y no voy a parar hasta que entiendan. Por las buenas o por las malas.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Malas palabras


“Decime de una puta vez si vas a venir a ayudarme con este trabajo de mierda o no, ¡no te hagás la boluda!”, le dice una mujer en el bar a su celular, exasperada, después de diez minutos de negociar sin éxito aparente. Escucha unos instantes más, masculla: “¡Si serás conchuda!”, y corta, cerrando la tapita con un golpe digno del capitán Kirk. Se pone a ordenar papeles, ceñuda, mientras pesca papas fritas con la mano libre.
En la mesa de al lado, una vieja (no es mucho mayor que yo, pero ya es una vieja) resopla fuerte por la nariz, haciendo que su hija dé un ligero respingo. “¡Claro!”, dice en voz suficientemente alta como para que la escuchen, no sólo en la mesa de al lado, sino probablemente también en el bar de al lado, “la señorita puede decir todas las palabrotas que quiera, total no es la criatura de ella la que escucha todo y después repite las barbaridades que dice cierta gente.” Y mira alrededor, la cabeza alta, orgullosa de su valiente civismo.
La chica (no es mucho menor que yo, pero aún es una chica) se vuelve a mirarla, relaja el ceño, respira hondo y, con una sonrisa angelical, al mismo volumen, le contesta: “Ah, tu hija repite todo lo que escucha… ¿Y no probaste educarla, che?” Después, vuelve a abrir su teléfono y empieza a escribir un mensaje a toda velocidad con el pulgar, mientras mastica papas fritas a igual ritmo.
Por el local se escuchan cuchicheos, risas sofocadas, algún suspiro. La nena (no es tan pequeña, pero todavía es una nena) se ha quedado mirando fijo a la mujer del celular, con media sonrisa escapándosele. Su joven madre vieja observa, muy atentamente, su fuente de ensalada, como buscando ahí los secretos del cosmos.
Yo, que hace unos días desvié una conversación con un amigo sobre las ventajas de la leche caliente para combatir el insomnio, justo cuando estábamos a punto de superar la barrera de los dobles sentidos e irnos... bueno, al carajo, precisamente... porque había una familia con niños a nuestro lado, contengo las ganas de aplaudir. Y me trago la bronca, porque esta tipita brava e hiperactiva acaba de soltar una de las mejores respuestas rápidas que he oído, y tuvo el descaro de hacerlo mucho antes de que pudiera ocurrírseme a mí.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Desniveles


“No, no, la calle es Fader, F-A-D-E-R… ¡Sí, yo también le decía ‘Father’, pero me lo anotaron, y es con D!”, dice una voz detrás de mí, y la pronunciación pulcra, no sólo del inglés sino del castellano, me hace mirar de reojo. Alcanzo a vislumbrar un pelo perfecto y un celular de última generación.
“En serio, a unas cuadras, nada más… Dos pesos… No, doce, no: dos, dos pesos… ¡Te lo juro!” Se ríe, sacudiendo la cabeza. “Y parece que estos ómnibus pasan cada 5 minutos, ¿podés creer?” No ha puesto el énfasis en ‘5 minutos’, como sería lógico si estuviera acostumbrada a dudar de las supuestas frecuencias, sino que ha acentuado marcadamente ‘ómnibus’. Es probable que no forme parte de su vocabulario cotidiano. Levanto una ceja y vuelvo a espiar. De mi edad aproximada, algo más bronceada, mucho mejor vestida.
“La cosa es así”, explica con el tono de quien ha descubierto una novedad fascinante. “Me subo al ómnibus acá, a la salida del Jockey, me bajo a unas cuadras de la clínica de José, y lo espero para ir juntos a casa. ¿No es genial?” Le brillan los dientes. “Media hora, me dijeron… sí… ¡No, desde donde me bajo a la clínica voy a ir caminando! El día está bárbaro, y me evito una ida al gym.” No dice ‘gimnasio’: dice ‘gym’. Ahora soy yo quien sonríe disimuladamente, y no sin cierto resentimiento.
“¡Ahí viene!”, exclama, entusiasmada, sobresaltándome un poco. “Sí, fueron más de los 5 minutos que me dijeron, pero ahí viene… Bueno, te llamo a la noche para contarte cómo me fue… ¡Besitos!” Corta y sube, caminando con ligereza, como si los escalones (apenas oxidados, levemente torcidos) tuvieran una alfombra roja, mirando a todas partes con los ojos muy abiertos, rumbo a la aventura.
Yo me apoyo en el poste de la parada, porque calculo que al mío todavía le faltan sus buenos 10 minutos para llegar.
No debería darme envidia. No está bien. Además, yo colaboro cuando puedo con Greenpeace, así que, si alguien me pregunta, voy a sostener que siempre viajo en el transporte público porque es más ecológico.

domingo, 14 de noviembre de 2010

La mosca en la leche


“Pasa que, dada mi masa, la inercia es mayor”, digo, un instante antes de darme cuenta de que eso no es necesario para disculparme con la adolescente, a la que casi quiebro el brazo cuando el ómnibus frena mientras me levanto de mi asiento. Pero a ella, que no debe tener ni quince años, imprevisiblemente, se le ilumina el rostro.
La expresión contrasta marcadamente con la de sus dos amigas, que primero mostraron talante de susto cuando vieron que me le iba encima (comprensible, puesto que duplico su tamaño), luego se rieron nerviosamente (como todo el mundo ante los traspiés cotidianos que la tele ha dado en llamar bloopers) y habían retomado la actitud indiferente mientras intercambiábamos las frases de protocolo (“perdón”, “no es nada”, “es que frenó de golpe”, “son unas bestias”) que abruptamente interrumpí con mi análisis mecánico (sólo pensaba en voz alta, como hago a menudo), provocándoles que fruncieran el ceño y la nariz, en una cara de desconcierto digna de un caricaturista.
Pero no ella, la diminuta, a la que casi le rompo el brazo. Sus facciones, como he dicho, se iluminan, con esa clase de sonrisa que sólo implica la comprensión perfecta de un concepto no muy obvio en un momento inesperado.
“Claro, por eso también sería más difícil moverla a usted que a mí”, me dice, sin timidez, sin pensar en si puede molestarme. Intuyo que sabe que sería imposible, porque dije ‘masa’, no ‘peso’, y eso, en nuestro idioma, quiere decir que hablamos de física, no de estética.
“Mucho más difícil”, le contesto, “lo que me resulta bastante útil si se ponen a hacer pogo en los recitales.”
Entonces suelta la carcajada.
Tengo que bajarme (por eso me levanté) pero, aunque no tuviera que hacerlo, creo que no le diría la que le espera por saber cuál es el chiste, y por atreverse demostrar la clase de cosas que le hacen gracia, encima. Tampoco le diría el tiempo que falta para que un día, quizás, elija un buzo que tiene estampado “Diferente” en letras de diez centímetros y lo luzca con orgullo. Ni siquiera le diría que, a la larga, en muchos aspectos, lleva las de ganar, porque eso, esa verdad, que no es científica, no creo que aún pudiera entenderla.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Interiorismo


“Bueno, la verdad, yo me gasté unos buenos pesos en la bombacha que tengo puesta”, me dice, y lo que más me sorprende no es que sea un hombre quien me lo cuenta; ni siquiera que el caballero en cuestión sea un sesentón bajito, rosado, rechoncho, con la calva cubierta de pelusilla blanca, más del tipo físico de un Ewok que del Doctor Frankenfurter.
Lo que más me sorprende es que me lo cuente a mí.
“¿Por qué”, me pregunto por enésima vez, “los desconocidos me eligen para soltar estas cosas?”, y en vano me busco la estola confesional o el candadito en la comisura de la boca que les den la señal de que soy la indicada para tal revelación.
¡¿Cómo llegamos a esto desde el tópico “qué caro está todo”?!
Mientras sigo la conversación sin dar señales de asombro (“tal vez”, me digo, “sea justamente por eso”), me entero de que la bombacha referida por mi taxista de turno es una cola-less gris de algodón, que le resulta mucho más firme que los slips, ante lo cual nos embarcamos en una reflexión sobre los pros y los contras del algodón y la lycra, tras lo que me pide mi opinión respecto a los corpiños con arco, porque quiere comprarle un regalo a su novia, cosa que no puedo responder adecuadamente hasta que me describe las proporciones del rack delantero de la dama, que por cierto no es tan portentoso como el mío, a su juicio, y tiene más antigüedad, de lo que ambos deducimos que probablemente un push-up discreto, con arco y algo de lycra, sería lo ideal, preferentemente negro o chocolate, que son elegantísimos y combinan con casi todo.
Le deseo suerte con el obsequio, cruza los dedos con un gesto de picardía en su carita de Mogwai, y me bajo sonriendo, todavía atónita.

El taxista con el que vuelvo a casa, en cambio, me reta porque mi amigo le silbó muy fuerte para llamarlo y lo asustó, porque le di una moneda a la chica que me abrió la puerta y ése no es un trabajo como Dios manda, porque mi celular suena con música extranjera, porque vivo en un barrio fundado en los setenta por peronistas, y por pagarle con un billete de cincuenta en vez de darle la plata justa.
Me bajo rápido, antes de que siga, pensando que prefiero mil veces las confidencias bizzarras, y que nunca hay un travesti a mano cuando una más lo necesita.

jueves, 21 de octubre de 2010

Tarde

“¿Diga?” Siempre digo diga en vez de hola. Veo demasiadas películas. Demasiada televisión.
“¿Quién habla?” Detesto que me pregunten a mí, en mi propia casa, en mi propio teléfono, quién habla.
“¿Con quién quiere hablar?” Sueno tan profesional, tan segura.
“Eh, no, pero, yo quiero saber quién habla.” Él no, él suena vacilante y nada profesional. Bufo con suficiencia.
“Señor, usted es el que llama. Usted es el que tiene que identificarse.” En Hollywood estarían orgullosos.
“Bueno… no… Llamo en otro momento.” Y cuelga. Y me deja con la intriga. Cuando suena el teléfono y es algún conocido, me da ganas de pedirle que corte, porque estoy esperando la llamada de un misterioso indeciso. Durante tres días.
“¿Diga?” El breve silencio me dice que por fin se van a acabar las dudas.
“¿Quién habla?”
Sonrío para que se me escuche en la voz y repito: “¿Con quién quiere hablar?” Y no insisto. Espero a que le caiga la ficha y decida qué va a hacer.
“Yo quiero hablar con la señora Hilda”, me dice de un tirón, y todas las fichas me caen a mí, en la cabeza.
Le cuento que mamá lleva muerta casi un año. Me dice que no lo puede creer, que no leyó nada. Le aclaro que no publicamos ningún aviso fúnebre. Me explica que encontró su número en la guía, mientras buscaba otro, que es un viejo amigo de ella, me dice su nombre (un nombre que recuerdo) y que lleva años pensando en retomar el contacto. Lo consuelo lo mejor que puedo. Me pregunta por mi padre. Yo le pregunto por su mujer y sus hijos. Me cuenta que ya tiene nietos. Lo felicito y le digo que llame cuando quiera. Me desea lo mejor, a mí y a los míos. Le correspondo. Colgamos.
Esto fue hace seis meses.
Lo imagino leyendo la necrológica que sí publiqué en julio sobre la muerte de Jorge, la muerte de papá, y buscando otra vez el número en la guía, y cerrándola antes de encontrarlo. No espero su llamada. No era amigo de él. Ni mío. Aunque lo hubiera sido, de todos modos, no creo que llamase de nuevo, sabiendo que otra vez sería tarde.

miércoles, 28 de julio de 2010

La zona



“Ahora somos huerfanitos los dos, che”, le digo a mi amigo. Él se sonríe. Se está levantando viento. El viento suena como las voces de la gente a mi alrededor o las voces suenan como el viento. Agarro la taza de café para calentarme las manos.
“Justamente”, me contesta, “estaba por darte la bienvenida oficial al Club de los Guachos. Acá tengo el reglamento, el manual, las normas del uniforme…” Nuestra risa desganada tapa un poco el viento y las voces.
Detrás de la plaza oscura se ve una lámpara amarilla. Es la entrada a la playa de estacionamiento, la antigua, donde dejaron el auto mis viejos cuando estaba por nacer yo. Nací un día y medio después, una noche de viernes, en una clínica a dos cuadras de acá. Me nacieron en realidad: cesárea inevitable ante mi ya evidente pereza de salir.
Cuatro años antes, en diagonal a otra esquina de la misma plaza, se habían casado mis viejos, en una iglesia donde sólo debieron elegir la ceremonia y parafernalia más cara para que el cura venciera su reticencia dogmática y les dejara saltearse el cursillo. A mamá sólo le importaba la estética del lugar.
Hace apenas más de un año que, en este mismo lugar, almorzábamos con papá después de la cremación de mamá. Fue la primera vez que notamos la coincidencia, el triángulo de tres vértices (iglesia – clínica – café) donde se había hecho y deshecho simbólicamente nuestro pequeño triángulo de tres vértices (papá – mamá – hija), que duraría más de cuatro décadas. Lloramos, nos reímos, comimos. Al fin, prendimos un pucho en la plaza y nos fuimos, a tratar de equilibrar las dos líneas sin apoyo en que nos habíamos convertido.
Y acá estoy, un año después, volviendo del mismo crematorio, al que llegué desde la misma sala velatoria, y ya sin papá, irreversiblemente. Acá estoy, una sola línea suelta, libre y algo perdida. Con mi amigo terminamos el café y salimos a fumar, como si mi línea intentara cerrar un círculo, pequeño pero indispensable.
Me parece, comento más para mí que para él, “que no tengo más ganas de volver por esta zona.”

lunes, 28 de junio de 2010

Princesa

The Princess and The Pea, 1911, Edmund Dulac
“Disculpame que te moleste… pero… ¿acá... chorean... mucho?”, me pregunta la chica que está sentada en la mesa de al lado. Mi primera reacción es mirar a mi viejo y alzar una ceja levemente: “¿Viste que todos me preguntan a mí?”, le digo en silencio. Él mueve apenas la comisura de los labios: “¡Ya veo!”, me contesta sin hablar.
En el segundo siguiente, capto las palabras de la pregunta, pero no su sentido. Como estamos en el patio de comidas de un Híper, sospecho que es una forma agresiva y sesgada de preguntar si los precios son altos, pero la duda se me debe notar en la cara porque ella replantea: “Quiero decir, si hay muchos robos, arrebatos, esas... esas... cosas”, termina, con un suspiro estremecido.
Me tomo unos instantes para mirarla mejor. Le cambio el apelativo de “chica” por el de “mujer”: debe estar cerca de los treinta. Lo que me ha hecho clasificarla inicialmente como una “chica” es su expresión. Tiene en los ojos la clase de inocencia que sólo se ve en el animé japonés. ¿Cómo se llega a rozar la treintena sin perder esa mirada?
Le digo que me parece que no, que nunca me han robado aquí, aunque vengo muy seguido. Ella sigue notando que vacilo, y explica. “Es que mis amigas me dijeron que acá es más barato que en el Shopping donde me llevan siempre a comprar. Pero mi papá y mi marido dicen que me pueden robar, no como allá, y me daba un poco de miedo venir…” Ahora la reconozco. Ella es la clase de princesa que sentiría un guisante bajo veinte colchones y veinte edredones. Nunca hubo, sin embargo, un guisante en su vida. Es más que obvio: ni una magulladura ha estropeado su piel delicada y pálida. Todos, el rey, la reina, la corte y el príncipe que obtuvo su mano, la han protegido constantemente. No me resulta difícil imaginarlo. Enfrentado a sus ojos, ¿quién no lo haría?
Es así como paso casi quince minutos hablando con esta mujer-niña, explicándole qué podría pasar, las precauciones que debería tomar para evitarlo, qué hacer si sucede de todos modos, cómo minimizar los daños… y luego tranquilizándola, serenando su espíritu, contándole algo que la haga reír, para que su mirada recupere el brillo.
Porque, francamente, princesas de verdad quedan pocas. La especie se enfrenta a su extinción, y no quisiera por nada ser yo la responsable de la desaparición de tan bonito ejemplar.

viernes, 7 de mayo de 2010

Lecho de dolor


LLAMADA 1:
– Ejem, ejem… ¿Diga?
– ¡Profe! Me llegó tu mensaje, ¿andás mal de la garganta?
– Sí, cof, cof, bastante mal, suspendo la clase, ejem, y…
– Uy, sí, se te escucha re mal…
– Ejem, sí, entre la Graciela Borges y, cof, el Gallo Claudio, ¿no?
– Ja, ja, qué loca que sos. Bueno, tratá de cuidar la voz.
– Sí, eso intento.
– Claro… Por casualidad, ¿vos no te acordás de mi contraseña?
– Ehhh… No…
– ¿Y no me explicás cómo la recupero? Porque no me sale.
– Es que…
– Estoy acá al lado de la compu, vos decime y yo te sigo.
– Bueno… ejem, ejem, tenés que hacer clic en el link de…
– ¿Qué link? ¿Qué era un link?
– Este… cof, un link… cof, donde sale la manito…
MEDIA HORA DESPUÉS:
– ¡Ahora sí, profe, ya entró! ¡Qué fácil!
– Ajjj, cof, cof, sí… ejem, arrrg, qué bien…
– Bueno, nos vemos, que te mejores.
– Mpf, mpf, gracias…
– Y no hables mucho.
– Ehhh…

LLAMADA 2:
– Ejem, ejem… ¿Diga?
– ¿Hola? ¿Mariel? ¿Sos vos?
– Sí, ejem, ando mal de la garganta.
– ¡Ah! ¿Puedo pasar en un rato a llevarte el catálogo?
– No, cof, cof, estoy, ejem, ejem, en cama.
– ¡¿Por?!
– Ehhh… porque ando… cof, cof, mal de la garganta…
– Ah, cierto… ¿Paso mañana, y charlamos?
– No… mpf, mpf, no puedo…
– ¡¿Por?!
– ¡¡¡PORQUE ANDO MAL DE LA GARGANTA!!! Iiijjj, cof, cof, cof…
– Ah, claro… Bueno, ponete bien.
– Gracias, mpf. Te aviso cuando…
– ¡No hace falta! Yo te llamo mañana, así me contás cómo andás.
– Ehhh…

Bendita sea la miel con limón.

miércoles, 28 de abril de 2010

Negros, judíos y bomberos


“¡No, no se puede pagá con plata, y bajesén o subasén pero dejesén de gueviá!”, prorrumpe el conductor de transporte público que, en franca transgresión al uniforme, hoy viste camisa color durazno. El grupo variopinto de pre-teens en zapatillas se agolpa en la escalerita del ómnibus, hablando velozmente en su propio dialecto. El líder da un paso cauteloso, porque el chofer está acelerando en punto muerto y el vehículo corcovea, y pregunta: “¿Alguno nos puede vender cospel?”Llevo una tira casi nueva en la mochila, así que antes de que el Hombre Durazno pueda iniciar la protesta, que se nota que se muere de ganas, les grito que sí, que yo tengo. Se vienen, colorados por el calor, el apuro y los nervios, forman fila y abro el kiosquito. Peach Man arranca de golpe, pero ellos son jóvenes y tienen reflejos de atleta: apenas si se tambalean. Les voy dando los cospeles a cambio de billetes de dos pesos arrugados. Junto catorce mangos y siete sonrisas, que ni la sensación térmica ni la mala onda les han podido borrar. Me agradecen a coro y se sientan en malón, entremezclando mochilas, libros y camperas de gimnasia.
Un par de kilómetros después, sube una fila ordenadita, de blazer y corbatines. A una chica no le funciona la tarjeta magnética, y el Satánico Mr. Peach, convertido en un duraznito en almíbar, le muestra la forma correcta de usarla. El último, el más menudo del grupo, le dice: “Disculpe, señor, no tengo crédito, ¿le podría pagar?” Las siete cabezas de mis clientes se enderezan y le clavan la vista al chofer. Él los ve por el espejo. “Eh… No… Pasa que… no se puede, pero…” Sin notar que se ha convertido en el centro de atención, el chico pregunta: “Entonces, ¿puedo pedirles un cospel a mis amigos?” Sweet Peaches asiente, sonriendo con amabilidad. Mis clientes lo miran, se miran, suspiran y vuelven a su charla. El ómnibus arranca como una seda.
Los amigos de Corbatita usan tarjeta, todos. No token, baby. Saco el penúltimo que me queda, y se lo ofrezco. “¡Muchas gracias!”, exclama. El billete que me da está igual de arrugado. La sonrisa es igual de luminosa. Por el camino, cruza la mirada con uno del primer grupo. Éste levanta las cejas, revolea los ojos y señala al chofer. Aquél le devuelve el gesto y se ríen los dos, sin hacer ruido.
Afortunadamente, no hay más colegios en la ruta y ha sido mi última venta, porque me queda un solo cospel y mañana salgo temprano.

Post Scriptum 1: hay un poquito de inglés, jerga, localismos y sobreentendidos en este post. Seguro que más de uno se siente muy satisfecho de sí por haberlos comprendido.
Post Scriptum 2: todos y cada uno de estos chicos podrían convertirse en bomberos cuando crezcan.

Jueves, 13 de Mayo de 2010
Post Scriptum 3:
  • El color de la camisa de PeachMan es, como acabo de descubrir, entera responsabilidad de la empresa, que ha decidido cambiar de azul cerúleo a durazno asalmonado.
  • El tono rudo y la conducta discriminatoria NO SON parte de la política de la empresa. Ayer viajé con otro chofer: misma camisa, actitud amable, conducción impecable.
  • Es posible, sin embargo, que la camisa tenga parte de la culpa. El color durazno no favorecía para nada el tono rosáceo brilloso de la piel de PeachMan, mientras que sí resaltaba el tostado broncíneo del chofer de ayer. Tal vez sea el despropósito estético al que se veía sometido el que agrió su humor, degradó su vocabulario y... ¿destruyó su ética? Cosas más raras se han visto.

miércoles, 21 de abril de 2010

Intervención urbana


“¡Dale, tomate un vino!” La voz suena unos metros delante de mí y me sobresalta. Este no es mi territorio, así que doy un vistazo disimulado sin alterar el paso. Iba caminando sin ver, con los ojos perdidos entre los árboles, la cara medio tapada por el pelo y la mente llena de mariposas, y me he metido sin darme cuenta en un dormitorio al aire libre.
Detrás de los bancos de la plazoleta, hay una serie de colchones alineados, donde un grupo de hombres jóvenes, sentados en círculo, se pasan un mate en silencio. En uno de los bancos hay dos más. Uno tiene un tetra-brick en la mano y el otro brazo pasado sobre los hombros del que se sienta a su lado. Como no me prestan atención, se me pasa el susto. Ya sé que la calle está peligrosa, pero no hay esa clase de energía en el aire agitado por este viento tibio. Tristeza, sí. Soledad, sí. Frustración, sí. Peligro, no.
Avanzo, mientras el primer hombre acerca el vino a su compañero, e intenta acercar a su compañero al vino. “Dale”, insiste, “tomate un vino, haceme la pata”. El otro tiene el pelo largo, muy brillante. Le cubre la cara porque inclina la cabeza hasta casi tocarse el pecho con la barbilla, y niega. No habla, pero emite un ruido, un “Nnn, nnn, nnn”, no más que un zumbido de la lengua contra los dientes. Sin poder evitarlo, aminoro la marcha. Hay algo tan desamparado, tan desolado en ese sonido… “Tomate un vino…” - “Nnn…” - “Dale…” - “Nnn…” - “Haceme pata…” - “Nnn…” - La letanía se repite varias veces.
Casi he llegado a la altura de su banco. Intento divisar el rostro entre el cabello, sin lograrlo. Cuando estoy a punto de dejarlos atrás, de entre los pliegues de ropa saca una mano delgada y blanquísima. “No puedo”, dice en un tono desmayado, apenas audible. “No puedo, acordate, el vino me hace poner muy nervioso”. La línea invisible que parte de la punta de sus dedos se mueve en cámara lenta. Me señala por un instante y me paralizo, pero sólo está pasando a través de mí. Finalmente, se clava en un punto del sendero, hacia donde voy caminando. Su mano queda fija, como colgada del aire.
Sigo adelante, sin más que un estremecimiento. Poco después, alcanzo la enorme mancha de sangre seca que cubre el cemento y se pierde en la tierra oscura.

miércoles, 14 de abril de 2010

Negro temblor


“¿Sabés quién te habla?” Son las cinco de la mañana. No sé quién me habla. Ni siquiera sé aún que son las cinco de la mañana. Sólo sé que el teléfono sonó y atendí, y que tal vez haya algún problema. Trato de decir no; cuesta, con los labios pegados.
“Te habla tu primo”, me dice el teléfono. La voz se me hace conocida. Claro, porque es mi primo. Pienso: se murió mi tía. Un segundo después me acuerdo: mi tía murió hace dos años. Y no era la madre de este primo, éste es… si me diera diez minutos y un café me acordaría. Para ganar tiempo, digo hola.
“¿No sabés lo que pasó?” Me estoy asustando. Digo no, de nuevo. ¿Por qué me salen tan pocas palabras? Un no, un hola y otro no. Tres palabritas. Miro el reloj: las cinco. Por eso la pobreza de vocabulario. Repito: no. Agrego: no sé. Pregunto: ¿qué? Cuatro más. Bravo.
“Pero…” –pausa dramática, por suerte breve, porque no estoy respirando– “¿no hablaste con el tío?” Ahí sí suelto todo el aire. El tío de mi primo es mi papá, y pasó algo. “Negra, ¿hablaste con el tío?”, vuelve a preguntar, y lo reconozco. Yo soy la Negra. Él es el Negro.
“Negro, ¿sos vos? Hablé con papá anoche. ¿Qué pasa? ¿Qué pasó?” Ahora salen todas juntas, las palabras. Mis pensamientos se persiguen la cola: no puede ser que le pase algo grave a mi papá que yo no sepa y él sí, o que mi papá no me haya dicho que le pasó algo grave a él, pero tiene que pasar algo grave porque me llama a esta hora y me pregunta por mi papá…
“¿En serio no sabés nada?”, repite, y estoy a punto de gritarle cuando explica: “¡Hubo un terremoto a las tres en Chile!” Terremoto, pienso. Tres, pienso. Chile, pienso. Intento respirar rítmicamente, acompasar mi corazón. Terremoto, inspiro. Tres, espiro. Chile, inspiro. Papá, espiro.
En la siguiente media hora, intento hacerle entender que estamos en Córdoba, Argentina, no en Chile. Que aprecio que se preocupe por nosotros, pero que eso no justifica que intente matarme de un infarto. Que no puedo llamar a mi viejo para ver si está bien, porque lo voy a matar a él de un infarto. Que tampoco puedo llamar a los vecinos de mi viejo, porque los voy a matar a ellos de un infarto. Que avisar de un terremoto dos horas después del terremoto es fútil. Que lo que hubiera pasado ya pasó, y podía enterarse igual a las cinco, a las diez o el día del velorio. Que lo quiero mucho. Que le mando un beso. Que se vaya a dormir.
Doy vueltas en la cama dos horas, gruñendo. Me tomo una pastilla y duermo, mal, otras dos. Me despierto, aguanto otra hora y llamo a papá, que roncó como un bendito toda la noche y acaba de oír lo de Chile por la radio. Le pido que lo llame al Negro, para agradecerle y pedirle, rogarle, ordenarle que por favor, por favor, por favor, no lo vuelva a hacer. Nunca. So pena de castración no química.
Después (como dos días después, francamente) deduzco que lo que el Negro quería, en realidad, era aprovechar el temblor para hablar del Apocalipsis, su tema favorito. Lo que aún no comprendo es por qué a las cinco. Hasta los Heraldos del Juicio Final deberían ser más considerados.

domingo, 7 de marzo de 2010

Terapia al paso


"Yo estoy para el doctor Pérez", me informa un señor. Miro alrededor, suponiendo que se lo ha dicho a otra persona, pero estamos solos en la sala de espera. No sé qué contestar, así que le sonrío, hago un vago gesto de asentimiento y vuelvo a mi libro.
"¿Usté también está para Pérez?", pregunta. Creo comprender: quiere saber cuánto falta para que lo atiendan. Docente que soy, respondo automáticamente y me explayo: Sí, espero al doctor Pérez, que comienza a atender a las 14, por orden de llegada, y no debería alejarse porque, cuando no ve pacientes esperándolo, se retira temprano. Dando por cumplido mi deber cívico, vuelvo a sonreírle y bajo la mirada al libro otra vez.
Sin embargo, antes de que pueda leer dos palabras, suelta una parrafada, ininterrumpida e ininterrumpible, que me hace parecer tímida, callada, muda de nacimiento. Me entero así de sus problemas de salud, de su situación familiar, del clima de la última semana, de sus opiniones políticas, del estado de la economía nacional, de sus gustos culinarios… creo que hasta de su número de calzado y sus esperanzas y sueños en la vida.
Sentada en el rincón más alejado de la habitación, encogida en posición casi fetal en torno a mi libro, con el volumen de los auriculares tan alto que se escucha a un metro de distancia, no vuelvo a hacer contacto visual ni a dar la menor señal de reconocimiento a su existencia. ¡¿Por qué sigue hablándome?! No sé, no sé, pero sigue, y sigue, y sigue.
Cuando no aguanto más, me saco un auricular, cierro el libro marcando la página con el dedo, lo miro, le corto una frase a la mitad y, aprovechando el escenario, le digo que estoy mal de la garganta, que me disculpe, que no quiero hablar,. “No hay problema”, me contesta, “usted no hable, que yo le cuento”. Y, por supuesto, sigue.
Al rato, consigo encajar la mandíbula y meter los ojos en las órbitas. Me vuelvo a poner el auricular y sigo leyendo. Su voz suena como el ruido de fondo que escucho cuando leo en los bares, en las plazas, en los ómnibus. Ya no sé de qué habla; se me mezcla con la trama del libro.
El médico llega y me hace pasar, no lo suficientemente temprano. Mientras me apresuro a entrar, el hombre se acerca a una mujer que acaba de sentarse en la sala, y lo oigo decirle: "Yo estoy para el doctor Pérez". En su tono se detecta la sonrisa.

domingo, 28 de febrero de 2010

Cuervo de tempestad


"¡Pará, eh, PARÁ!", grita una voz joven a mi izquierda. Y paro, sin vacilar. La voz, aunque tiembla, es imperativa, imposible de desobedecer. No me habla a mí, sino al auto que se le viene encima. Es tarde. El morro roza su moto, que patina y pega en el cordón de la vereda. El chico vuela y choca con la espalda contra un poste, a un metro de donde estoy tan petrificada como el resto del mundo. El casco sale despedido y me golpea la pierna. El mundo recobra movimiento.
Tuvo suerte. Ahora le duelen hasta las uñas, pero mañana le van a dar el alta. Aún no sabemos eso, así que seguimos el ritual, aturdidos. Llamamos a urgencias. Le impedimos moverse. Juntamos sus cosas. Le decimos que va a estar bien. Lo atienden. Se lo llevan. Se elabora el informe. Nos vamos todos.
Mientras tanto:
Mientras intento darle la dirección del accidente a la operadora, un tipo de traje corretea a mi alrededor aullándome enfurecido que les diga que se apuren, que es grave, que qué mierda esperan, que nosotros les pagamos el sueldo, que se va a morir, que ellos comen de nuestros impuestos, que quiénes se creen que son.
Mientras los paramédicos suben al chico a la ambulancia, una adolescente recoge, absorta, de a uno por vez, los pedacitos de plástico rojo de la luz trasera de la moto, que están desparramados sobre un retazo de césped.
Y, mientras espero para darle los datos a la policía, se me acerca la mujer pájaro. Tiene el pelo entrecano recogido bien tirante. Clava sus ojos en los míos y empieza a preguntar.
“¿Viste el accidente? ¿Lo viste bien? ¿De cerca? ¿Se quebró algún hueso? ¿Sangró? ¿Se golpeó la cabeza? ¿Y la espalda? ¿Puede mover las piernas? ¿Gritó mucho? ¿Y vos? ¿Gritaste?”
Ha ido acercándose hasta casi tocar mi brazo. Pronto dejo de responder y empiezo a asentir o negar con la cabeza. Cada vez me resulta más difícil, porque me cuesta moverme. Cuando escucho la última pregunta, me estremezco, consigo dar un paso atrás y soltarme. Retrocedo más, y sonríe. Creo que sonríe. Se aleja de mí, y revolotea de una persona a otra, picoteando con ávida curiosidad. Algunos contestan. Algunos huyen. Alguien se le une.
Se está levantando una tormenta. Todos nos apresuramos a terminar la danza. Mientras me alejo, desde la ventanilla del taxi miro la calle casi vacía, cruzada de polvo y lluvia, el auto parado, la moto volcada, los conos naranja.
Al fondo, solitaria, me parece divisar la silueta de la mujer pájaro.

domingo, 21 de febrero de 2010

Apio Verde Tu Yú


"¡Hoy es mi cumpleaños!", canturrea frente a la caja del McDonald’s un chico. La cajera lo felicita y le regala una vincha-corona y un cupón para un cono gratis. La madre suspira, entre orgullosa y exasperada, y se lo lleva a la mesa. Por el camino, él le cuenta a medio mundo que es su cumpleaños. En cada oportunidad, espera a que lo saluden y agradece formalmente, a pesar de que le chispean los ojos.
“Hoy es mi cumpleaños”, solía recitar junto a la caja del McDonald’s otro chico, justo en el momento en que uno iba a pagar. Había perfeccionado tanto el timing, el tono y la mirada que rara vez se iba sin un vuelto, o algo para comer o tomar. Si no funcionaba, esperaba a alguien más y le preguntaba si le alcanzaría para una hamburguesa con lo que llevaba ahorrado, y mostraba un billete de dos pesos arrugado y unas monedas sueltas. Y en ambos casos, sonreía, siempre. Eso y el pantalón roto eran infalibles.
Yo le decía Cumpleaños, obviamente. Cuando me abordó por segunda vez en menos de un mes le advertí que, si seguía cumpliendo así, iba a llegar a los ochenta antes de fin de año; se rió muchísimo. Una tarde merendamos charlando sobre Ben 10; eso no lo volví a hacer, porque todos nos miraban y se lo notaba incómodo. Parece que hay mucha gente a la que le encanta ver comer a los pobres (por eso se filman tantos documentales sobre el tema) pero creo que los prefieren comiendo en su ambiente, o al menos entre los suyos; mezclados con el entorno cotidiano del espectador, les llama mucho la atención. Otro día lo vi escabullirse del tipo de seguridad corriendo a toda velocidad en cuclillas; fue asombroso, como ver volar a los trapecistas.
El chico de la coronita termina sus patitas de pollo y se va a buscar el conito con su cupón, mientras la madre le grita que no vaya a tirarlo al suelo y que deje de molestar a la gente con lo del cumpleaños. Yo, que acabo de acercarme a pedir un café, le digo que hace bien en avisar, así lo felicitan más, que yo hice lo mismo el mes pasado, y le pregunto cuántos cumple. “Ocho”, me dice, “¿y vos?”. Muy seria, le contesto que dieciocho. Me mira fijo y nos matamos de risa. No tira el helado al suelo pero se mancha la remera. Mea culpa. Me alejo antes de que la madre me rete.
Hace un montón que no lo veo a Cumpleaños. La última ocasión en que lo recuerdo le estaba haciendo una finta a un viejo que le amagó una caricia brusca o un coscorrón débil, no sé a cuento de qué, siendo que Cumpleaños pasaba sin mirarlo. Muchos habitués ya lo reconocían de vista. La rutina se le estaba haciendo vieja y a veces se ponía pesado. Tal vez acabó por hartarse de cumplir años todos los días. Supongo que ya no le da la edad para esos trotes.

domingo, 14 de febrero de 2010

Una de héroes


“Nene, realmente sos hartante”, le digo por sobre el hombro derecho al comentarista fílmico amateur que se sentó justo atrás de mi butaca y no deja de zumbar sobre la banda de sonido de la película.
“Eh, doña”
, contesta el dandy, “si sigue protestando se va a morir sola…”.
He sido bendecida y maldecida con el don de la respuesta espontánea (aunque no siempre muy culta), y le suelto que él se va a morir acompañado, pero boludo. Estoy a punto de agregar, porque me resulta muy difícil frenar la motoboca una vez que le doy arranque, que por suerte hay bares para solos y solas, pero no para boludos como él… antes de advertir instantáneamente que es un craso error, que cualquier bar lo aceptaría con gusto.
No tengo ocasión de pensar un mejor remate, sin embargo, ya que la primera frase surte efecto. Debe tener unos dieciocho, y probablemente el pobre no está acostumbrado a que una gordita cuarentona que podría ser su madre le diga boludo en tono de contralto, en medio de un cine lleno, frente a la chica a la que intentaba impresionar con sus agudezas, así que se queda callado. Igual, no creo que fuera por buen camino, porque la piba me sonríe con disimulo. Entonces, sin poder evitarlo, le digo a ella: “¿Vos lo vas a acompañar a morirse? Lo siento tanto…”, y el flaco no aguanta y me pide a mí que me calle y mire la película. Me río, victoriosa, me doy vuelta, y vuelve a reinar el imponente sonido envolvente del cine. Intuyo que la dama y medio público me están agradecidos por la subsiguiente mudez del caballero.
Otro de los regalos que me dado la madre Naturaleza han sido los canales alternativos de pensamiento. Mientras la mayoría de ellos disfruta la película con deleite y otro se regodea en el silencio del área posterior a mi oreja derecha, un caminito de tierra estrecho y sinuoso se interna en los vericuetos de una reflexión intrascendente: ¿por qué será que la inocente palabrita “solo, sola” para este chico es una maldición y para mí un buen presagio? Antes de que consiga dilucidarlo, una vocecita tímida interrumpe mis cavilaciones fatuas. Mi amiga, que ha soportado la escenita con estoicismo, me ofrece cambiarnos de asiento. “¡Jamás!”, respondo, indignada.
Y es en ese momento cuando descifro el intríngulis: ¡soy una heroína! Por eso la soledad no me asusta como al villano parlanchín. Por eso no pude ignorar su afrenta. Por eso no quiero moverme. Es que nosotros, los héroes y las heroínas, somos seres solitarios, no toleramos el mal, y nunca, nunca, nunca abandonamos nuestro puesto de batalla. Especialmente, si hemos salido triunfantes.
La banda sonora estalla, en un frenesí de trompetas.

domingo, 7 de febrero de 2010

Hilda y el paisaje

"¿Y la abuelita cómo anda?", me pregunta una mujer de mirada vacía, casi una desconocida, una de esas caras que uno ve tan seguido que se vuelven parte de nuestro panorama cotidiano, como la nuestra del suyo. Se refiere a mi vieja, que nunca fue abuela de nadie, que odiaba que le dijeran abuela, y que me decía a veces con su voz sarcástica y bien audible: "Pobre. ¿Se creerá que soy su abuela?".
Vuelvo del recuerdo y, como me he acostumbrado, le contesto: "Mamá falleció en Mayo del año pasado", con una semisonrisa tristona que tengo bien practicada y suele surtir el efecto de tranquilizar al interlocutor para facilitarle el camino a un pésame cortés y permitirme agradecerle y escapar lo antes posible. Pero esta vez no hay pésame. La expresión vacua de esta mujer no se altera. "Ah. ¿Ya se murió? Y sí. Bueno..." Se queda mirándome. Me quedo mirándola. Después asiento, con la máscara prefabricada clavada a mis músculos faciales paralizados, y sigo caminando.
Cuando a mamá la misma gente-paisaje le preguntaba cómo andaba, ella les contaba, con pelos y señales. Su ego era magnífico. O bien suponía que de verdad les interesaba, o le bastaba con usar sus superficies reflectantes para verse a sí misma. Jamás supe cuál de las dos cosas, pero le funcionaba perfectamente. Era el centro del universo. No de su propio universo. De todo el universo. Las palabras borrosas y la mirada vacía de esta mujer habrían atravesado los sentidos de mamá sin dejar huella alguna mientras ella se desplazaba, majestuosa, hacia otro espejo más nítido y útil. A mí no me sale, no hay caso.
A los rostros conocidos que se interesan por ese huequito en su horizonte que dejó la flaca, les sigo ofreciendo el combo de Big-frase, sonrisa pequeña y agradecimiento sin hielo, por un pésame con 99 (por una pregunta adicional con 25 se pueden llevar una explicación mixta chica de postre). Sin embargo, ahora lo hago con el temor de que no tengan la moneda correcta de cambio. Y, por las dudas, a los telemarketers, para los que mi vieja no es más que un nombre en una lista, les digo simplemente que no está, que en qué puedo ayudarlos. Habitualmente, les basta con eso. Igual, ni ella ni yo, nunca les compramos nada.