domingo, 28 de febrero de 2010

Cuervo de tempestad


"¡Pará, eh, PARÁ!", grita una voz joven a mi izquierda. Y paro, sin vacilar. La voz, aunque tiembla, es imperativa, imposible de desobedecer. No me habla a mí, sino al auto que se le viene encima. Es tarde. El morro roza su moto, que patina y pega en el cordón de la vereda. El chico vuela y choca con la espalda contra un poste, a un metro de donde estoy tan petrificada como el resto del mundo. El casco sale despedido y me golpea la pierna. El mundo recobra movimiento.
Tuvo suerte. Ahora le duelen hasta las uñas, pero mañana le van a dar el alta. Aún no sabemos eso, así que seguimos el ritual, aturdidos. Llamamos a urgencias. Le impedimos moverse. Juntamos sus cosas. Le decimos que va a estar bien. Lo atienden. Se lo llevan. Se elabora el informe. Nos vamos todos.
Mientras tanto:
Mientras intento darle la dirección del accidente a la operadora, un tipo de traje corretea a mi alrededor aullándome enfurecido que les diga que se apuren, que es grave, que qué mierda esperan, que nosotros les pagamos el sueldo, que se va a morir, que ellos comen de nuestros impuestos, que quiénes se creen que son.
Mientras los paramédicos suben al chico a la ambulancia, una adolescente recoge, absorta, de a uno por vez, los pedacitos de plástico rojo de la luz trasera de la moto, que están desparramados sobre un retazo de césped.
Y, mientras espero para darle los datos a la policía, se me acerca la mujer pájaro. Tiene el pelo entrecano recogido bien tirante. Clava sus ojos en los míos y empieza a preguntar.
“¿Viste el accidente? ¿Lo viste bien? ¿De cerca? ¿Se quebró algún hueso? ¿Sangró? ¿Se golpeó la cabeza? ¿Y la espalda? ¿Puede mover las piernas? ¿Gritó mucho? ¿Y vos? ¿Gritaste?”
Ha ido acercándose hasta casi tocar mi brazo. Pronto dejo de responder y empiezo a asentir o negar con la cabeza. Cada vez me resulta más difícil, porque me cuesta moverme. Cuando escucho la última pregunta, me estremezco, consigo dar un paso atrás y soltarme. Retrocedo más, y sonríe. Creo que sonríe. Se aleja de mí, y revolotea de una persona a otra, picoteando con ávida curiosidad. Algunos contestan. Algunos huyen. Alguien se le une.
Se está levantando una tormenta. Todos nos apresuramos a terminar la danza. Mientras me alejo, desde la ventanilla del taxi miro la calle casi vacía, cruzada de polvo y lluvia, el auto parado, la moto volcada, los conos naranja.
Al fondo, solitaria, me parece divisar la silueta de la mujer pájaro.

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