lunes, 28 de junio de 2010

Princesa

The Princess and The Pea, 1911, Edmund Dulac
“Disculpame que te moleste… pero… ¿acá... chorean... mucho?”, me pregunta la chica que está sentada en la mesa de al lado. Mi primera reacción es mirar a mi viejo y alzar una ceja levemente: “¿Viste que todos me preguntan a mí?”, le digo en silencio. Él mueve apenas la comisura de los labios: “¡Ya veo!”, me contesta sin hablar.
En el segundo siguiente, capto las palabras de la pregunta, pero no su sentido. Como estamos en el patio de comidas de un Híper, sospecho que es una forma agresiva y sesgada de preguntar si los precios son altos, pero la duda se me debe notar en la cara porque ella replantea: “Quiero decir, si hay muchos robos, arrebatos, esas... esas... cosas”, termina, con un suspiro estremecido.
Me tomo unos instantes para mirarla mejor. Le cambio el apelativo de “chica” por el de “mujer”: debe estar cerca de los treinta. Lo que me ha hecho clasificarla inicialmente como una “chica” es su expresión. Tiene en los ojos la clase de inocencia que sólo se ve en el animé japonés. ¿Cómo se llega a rozar la treintena sin perder esa mirada?
Le digo que me parece que no, que nunca me han robado aquí, aunque vengo muy seguido. Ella sigue notando que vacilo, y explica. “Es que mis amigas me dijeron que acá es más barato que en el Shopping donde me llevan siempre a comprar. Pero mi papá y mi marido dicen que me pueden robar, no como allá, y me daba un poco de miedo venir…” Ahora la reconozco. Ella es la clase de princesa que sentiría un guisante bajo veinte colchones y veinte edredones. Nunca hubo, sin embargo, un guisante en su vida. Es más que obvio: ni una magulladura ha estropeado su piel delicada y pálida. Todos, el rey, la reina, la corte y el príncipe que obtuvo su mano, la han protegido constantemente. No me resulta difícil imaginarlo. Enfrentado a sus ojos, ¿quién no lo haría?
Es así como paso casi quince minutos hablando con esta mujer-niña, explicándole qué podría pasar, las precauciones que debería tomar para evitarlo, qué hacer si sucede de todos modos, cómo minimizar los daños… y luego tranquilizándola, serenando su espíritu, contándole algo que la haga reír, para que su mirada recupere el brillo.
Porque, francamente, princesas de verdad quedan pocas. La especie se enfrenta a su extinción, y no quisiera por nada ser yo la responsable de la desaparición de tan bonito ejemplar.