domingo, 28 de noviembre de 2010

Malas palabras


“Decime de una puta vez si vas a venir a ayudarme con este trabajo de mierda o no, ¡no te hagás la boluda!”, le dice una mujer en el bar a su celular, exasperada, después de diez minutos de negociar sin éxito aparente. Escucha unos instantes más, masculla: “¡Si serás conchuda!”, y corta, cerrando la tapita con un golpe digno del capitán Kirk. Se pone a ordenar papeles, ceñuda, mientras pesca papas fritas con la mano libre.
En la mesa de al lado, una vieja (no es mucho mayor que yo, pero ya es una vieja) resopla fuerte por la nariz, haciendo que su hija dé un ligero respingo. “¡Claro!”, dice en voz suficientemente alta como para que la escuchen, no sólo en la mesa de al lado, sino probablemente también en el bar de al lado, “la señorita puede decir todas las palabrotas que quiera, total no es la criatura de ella la que escucha todo y después repite las barbaridades que dice cierta gente.” Y mira alrededor, la cabeza alta, orgullosa de su valiente civismo.
La chica (no es mucho menor que yo, pero aún es una chica) se vuelve a mirarla, relaja el ceño, respira hondo y, con una sonrisa angelical, al mismo volumen, le contesta: “Ah, tu hija repite todo lo que escucha… ¿Y no probaste educarla, che?” Después, vuelve a abrir su teléfono y empieza a escribir un mensaje a toda velocidad con el pulgar, mientras mastica papas fritas a igual ritmo.
Por el local se escuchan cuchicheos, risas sofocadas, algún suspiro. La nena (no es tan pequeña, pero todavía es una nena) se ha quedado mirando fijo a la mujer del celular, con media sonrisa escapándosele. Su joven madre vieja observa, muy atentamente, su fuente de ensalada, como buscando ahí los secretos del cosmos.
Yo, que hace unos días desvié una conversación con un amigo sobre las ventajas de la leche caliente para combatir el insomnio, justo cuando estábamos a punto de superar la barrera de los dobles sentidos e irnos... bueno, al carajo, precisamente... porque había una familia con niños a nuestro lado, contengo las ganas de aplaudir. Y me trago la bronca, porque esta tipita brava e hiperactiva acaba de soltar una de las mejores respuestas rápidas que he oído, y tuvo el descaro de hacerlo mucho antes de que pudiera ocurrírseme a mí.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Desniveles


“No, no, la calle es Fader, F-A-D-E-R… ¡Sí, yo también le decía ‘Father’, pero me lo anotaron, y es con D!”, dice una voz detrás de mí, y la pronunciación pulcra, no sólo del inglés sino del castellano, me hace mirar de reojo. Alcanzo a vislumbrar un pelo perfecto y un celular de última generación.
“En serio, a unas cuadras, nada más… Dos pesos… No, doce, no: dos, dos pesos… ¡Te lo juro!” Se ríe, sacudiendo la cabeza. “Y parece que estos ómnibus pasan cada 5 minutos, ¿podés creer?” No ha puesto el énfasis en ‘5 minutos’, como sería lógico si estuviera acostumbrada a dudar de las supuestas frecuencias, sino que ha acentuado marcadamente ‘ómnibus’. Es probable que no forme parte de su vocabulario cotidiano. Levanto una ceja y vuelvo a espiar. De mi edad aproximada, algo más bronceada, mucho mejor vestida.
“La cosa es así”, explica con el tono de quien ha descubierto una novedad fascinante. “Me subo al ómnibus acá, a la salida del Jockey, me bajo a unas cuadras de la clínica de José, y lo espero para ir juntos a casa. ¿No es genial?” Le brillan los dientes. “Media hora, me dijeron… sí… ¡No, desde donde me bajo a la clínica voy a ir caminando! El día está bárbaro, y me evito una ida al gym.” No dice ‘gimnasio’: dice ‘gym’. Ahora soy yo quien sonríe disimuladamente, y no sin cierto resentimiento.
“¡Ahí viene!”, exclama, entusiasmada, sobresaltándome un poco. “Sí, fueron más de los 5 minutos que me dijeron, pero ahí viene… Bueno, te llamo a la noche para contarte cómo me fue… ¡Besitos!” Corta y sube, caminando con ligereza, como si los escalones (apenas oxidados, levemente torcidos) tuvieran una alfombra roja, mirando a todas partes con los ojos muy abiertos, rumbo a la aventura.
Yo me apoyo en el poste de la parada, porque calculo que al mío todavía le faltan sus buenos 10 minutos para llegar.
No debería darme envidia. No está bien. Además, yo colaboro cuando puedo con Greenpeace, así que, si alguien me pregunta, voy a sostener que siempre viajo en el transporte público porque es más ecológico.

domingo, 14 de noviembre de 2010

La mosca en la leche


“Pasa que, dada mi masa, la inercia es mayor”, digo, un instante antes de darme cuenta de que eso no es necesario para disculparme con la adolescente, a la que casi quiebro el brazo cuando el ómnibus frena mientras me levanto de mi asiento. Pero a ella, que no debe tener ni quince años, imprevisiblemente, se le ilumina el rostro.
La expresión contrasta marcadamente con la de sus dos amigas, que primero mostraron talante de susto cuando vieron que me le iba encima (comprensible, puesto que duplico su tamaño), luego se rieron nerviosamente (como todo el mundo ante los traspiés cotidianos que la tele ha dado en llamar bloopers) y habían retomado la actitud indiferente mientras intercambiábamos las frases de protocolo (“perdón”, “no es nada”, “es que frenó de golpe”, “son unas bestias”) que abruptamente interrumpí con mi análisis mecánico (sólo pensaba en voz alta, como hago a menudo), provocándoles que fruncieran el ceño y la nariz, en una cara de desconcierto digna de un caricaturista.
Pero no ella, la diminuta, a la que casi le rompo el brazo. Sus facciones, como he dicho, se iluminan, con esa clase de sonrisa que sólo implica la comprensión perfecta de un concepto no muy obvio en un momento inesperado.
“Claro, por eso también sería más difícil moverla a usted que a mí”, me dice, sin timidez, sin pensar en si puede molestarme. Intuyo que sabe que sería imposible, porque dije ‘masa’, no ‘peso’, y eso, en nuestro idioma, quiere decir que hablamos de física, no de estética.
“Mucho más difícil”, le contesto, “lo que me resulta bastante útil si se ponen a hacer pogo en los recitales.”
Entonces suelta la carcajada.
Tengo que bajarme (por eso me levanté) pero, aunque no tuviera que hacerlo, creo que no le diría la que le espera por saber cuál es el chiste, y por atreverse demostrar la clase de cosas que le hacen gracia, encima. Tampoco le diría el tiempo que falta para que un día, quizás, elija un buzo que tiene estampado “Diferente” en letras de diez centímetros y lo luzca con orgullo. Ni siquiera le diría que, a la larga, en muchos aspectos, lleva las de ganar, porque eso, esa verdad, que no es científica, no creo que aún pudiera entenderla.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Interiorismo


“Bueno, la verdad, yo me gasté unos buenos pesos en la bombacha que tengo puesta”, me dice, y lo que más me sorprende no es que sea un hombre quien me lo cuenta; ni siquiera que el caballero en cuestión sea un sesentón bajito, rosado, rechoncho, con la calva cubierta de pelusilla blanca, más del tipo físico de un Ewok que del Doctor Frankenfurter.
Lo que más me sorprende es que me lo cuente a mí.
“¿Por qué”, me pregunto por enésima vez, “los desconocidos me eligen para soltar estas cosas?”, y en vano me busco la estola confesional o el candadito en la comisura de la boca que les den la señal de que soy la indicada para tal revelación.
¡¿Cómo llegamos a esto desde el tópico “qué caro está todo”?!
Mientras sigo la conversación sin dar señales de asombro (“tal vez”, me digo, “sea justamente por eso”), me entero de que la bombacha referida por mi taxista de turno es una cola-less gris de algodón, que le resulta mucho más firme que los slips, ante lo cual nos embarcamos en una reflexión sobre los pros y los contras del algodón y la lycra, tras lo que me pide mi opinión respecto a los corpiños con arco, porque quiere comprarle un regalo a su novia, cosa que no puedo responder adecuadamente hasta que me describe las proporciones del rack delantero de la dama, que por cierto no es tan portentoso como el mío, a su juicio, y tiene más antigüedad, de lo que ambos deducimos que probablemente un push-up discreto, con arco y algo de lycra, sería lo ideal, preferentemente negro o chocolate, que son elegantísimos y combinan con casi todo.
Le deseo suerte con el obsequio, cruza los dedos con un gesto de picardía en su carita de Mogwai, y me bajo sonriendo, todavía atónita.

El taxista con el que vuelvo a casa, en cambio, me reta porque mi amigo le silbó muy fuerte para llamarlo y lo asustó, porque le di una moneda a la chica que me abrió la puerta y ése no es un trabajo como Dios manda, porque mi celular suena con música extranjera, porque vivo en un barrio fundado en los setenta por peronistas, y por pagarle con un billete de cincuenta en vez de darle la plata justa.
Me bajo rápido, antes de que siga, pensando que prefiero mil veces las confidencias bizzarras, y que nunca hay un travesti a mano cuando una más lo necesita.