martes, 28 de diciembre de 2010

¡Inocente palomita!


“No te preocupes, traé el disco que yo le paso un buen antivirus”, le dijo mi colega a su alumna y, con una risita que era un claro indicativo para ella de que se trataba de una simple broma, agregó: “Pero ponelo en una bolsa de plástico, para que no contagie a los otros.” Habría que aclarar en este punto que el disco en cuestión era un diskette 5 ¼", cuando la computación era para guapos, porque los informáticos de antes no usaban gomina… aunque algunos usaban camisa rosa. Ah, los lejanos '80. En esos tiempos de dulce naïvety fue cuando ocurrió esta anécdota, que concluye con su joven y bonita alumna llegando al día siguiente con el diskette en la bolsa de plástico indicada, sellada con cinta adhesiva, sujetándolo (tal vez de forma inconsciente) algo alejado de su cuerpo. ¡Por supuesto que NO nos reímos en su cara! ¿Qué clase de gente se piensan que éramos?
Los años han pasado, terribles, malvados, y la candidez se ha ido. Ahora, hay una PC (o una notebook, o una netbook, o una o más de las anteriores, con sus gadgets satélites) en cada hogar, y todo el mundo es un nerd en potencia. Cualquiera es un señor, cualquiera es un hacker.
Sin embargo, cuando recibí recientemente una llamada de un alumno contándome que había saltado el firewall de su máquina al copiar un CD prestado, pero que no sabía si había infectado el disco duro, la nostalgia se cebó en mí. “No te preocupes, no uses el CD hasta que te instale un buen antivirus”, parafraseé. Imité lo mejor que pude la risita tonta y agregué con mi voz más obviamente sarcástica: “Pero guardalo en una bolsa de plástico, para que no contagie a los otros.” Y me olvidé del chiste. Después de todo, mi alumno utiliza la compu desde hace varios años con bastante eficiencia y autonomía. ¿Por qué no habría de olvidarme?
Al día siguiente llegué a su casa, dispuesta a establecer defensas contra las armas de destrucción masiva que pudiera haber introducido ilegalmente el CD foráneo. Mi joven y apuesto alumno me condujo a su estudio y, orgulloso, me mostró el disco emponzoñado, prolijamente metido en una Ziploc hermética y guardado (tal vez de forma inconsciente) en un cajón aislado de los demás. ¡Por supuesto que NO me reí en su cara! Hice mutis y me puse a instalar, que a eso había ido.
Mientras tanto, arribé a la sencilla pero contundente conclusión que les transmito aquí, para ilustración de las mentes preclaras: la inocencia, damas y caballeros, trasciende los géneros y las generaciones.

martes, 21 de diciembre de 2010

Who needs the Kwik-E-Mart?


“No va a venir, mirá la hora que es, ¿qué hacemos?”, dice el más joven, mesándose dramáticamente los cabellos dorados. Su peinado de elfo se hace añicos. “Nos dejó en banda con todo el práctico, y es para el lunes, ¡¿qué hacemos?!”El otro no tiene un pelo fuera de lugar: las crenchas negras y brillantes son una obra de arte que parece hecha por el viento. Reclinado con displicencia en el ángulo entre el asiento y la pared, con las piernas estiradas sobre la otra silla, bosteza, no menos teatralmente que su amigo.
“Lo hacemos nosotros solos, obvio.” Suena calmoso, maduro, imperturbable.
“Pero el libro lo tiene él en la casa…” La voz del otro se quiebra, producto de la pubertad y los nervios autoinflingidos.
“Si lo googleamos seguro que hay algo.”
“Pero el profe dijo que no estaba en Internet…”
“¿Y vos te pensás que el profe sabe usar Internet?”

El rubiecito se sobresalta, horrorizado, pero no desciende un rayo del cielo, así que una luz de esperanza se enciende en sus ojos azules. “¿Habrá algo…?”
“Y si no, nos vamos acá al frente, que hay una biblioteca. O se lo pedimos prestado a algún otro del curso. O le preguntamos a tu papá, o a mi mamá, que seguro saben de dónde lo podemos sacar.” Por primera vez, mira a su aterrado amigo, con la expresión condescendiente con que yo miro a mi gatita cuando se le acaba la cama y cae por el costado y queda colgada de las uñas. Con el mismo gesto, estira la mano y le sujeta el hombro un instante, rescatándolo del borde del abismo. “Lo vamos a hacer nosotros solos. ¿Quién lo precisa al forro ése?”
El rubio sonríe, asiente, respira; se le afloja todo el cuerpito flaco, se apoya en el respaldo y cierra los ojos. Entonces, el moreno remata su obra con una afirmación taxativa que, en sus labios jóvenes, se oye aún más implacable:
“Gringo, nadie es imprescindible.”
En más de un grupo se hace el silencio, a su alrededor. Más de un cuello se estira para verlo, como quien observa pasar un cometa. Ellos no lo advierten.
Cruzo la mirada con el tipo trajeado que está en la mesa de enfrente. Levanta su vaso (de plástico con pajita, los que usamos todos, incluso los que no somos niños como el filósofo y su discípulo, en este reducto de regresión alimenticia) y hace un brindis en mi dirección, señalando al moreno con una admirativa inclinación de cabeza. Yo imito su ademán y brindo también con él por este Sócrates recién salido del huevo, sintiéndome melancólica, esperanzada, y terriblemente vieja, todo al mismo tiempo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Jesús en ojotas


“¿Te puedo hacer una pregunta?”, escucho a mi lado, y aún antes de verlo noto la sonrisa en su voz. Bajo el libro y miro. Se ha sentado junto a mí sin que yo lo advierta. No es extraño, porque estaba en Rivendel otra vez.
“Sí, claro”, digo amablemente, repasando de antemano el GPS mental que tengo almacenado sobre esta zona, temiéndolo insuficiente. Pero no. No se trata de ubicación.
“¿Conocés a Jesús?”, me pregunta, sin atenuar la sonrisa.
Abro la boca. La cierro. La vuelvo a abrir a medias.
Él me mira con ojos oscuros y límpidos, esperando pacientemente mi respuesta. Barajo unas cuantas y las voy descartando en segundos:
  • “No, no estaba el día que presentaron al equipo.”
  • “¿Cuál Jesúsh, el de la Crush?” *
  • “Ah, uno de barba, sí, ¿cómo anda? ¿Se le pasó el delirio místico?”
  • “¿No tenés nada mejor que hacer con tu tiempo?”
Mientras éstas y otras estupideces pasan por mi cerebro, le pego una escaneada de arriba abajo: veintipico, un negrito cordobés que sería del montón sin la sonrisa, delgado pero atlético, ropa sencilla pero impecable, ojotas de cuero trenzado, un par de días sin afeitarse. Se parece un poquito a la imagen más difundida del objeto de su pregunta.
En esos instantes, se me ha pasado el malhumor que acarreé todo el día y del que traté de evadirme en la Tierra Media. No tengo corazón para reírme de él o para contestarle mal, así que decido ser sincera.
“Sí, conozco a Jesús. Pero no soy creyente y hoy no tengo ganas de pelearte.”
Se ríe. No me esperaba eso; esperaba indignación o insistencia, y él se ríe.
“¡Qué pena!”, me contesta. “Porque a mí me encanta pelear por la causa.”
Ahora me río yo. Con ganas, desde la panza.
“¿Por qué me preguntaste a mí?”, digo cuando consigo ponerme más o menos seria. “¿Me viste cara de necesitar un salvador?”
No es enteramente una broma, porque hoy lo necesitaba.
“La verdad que no”, dice con expresión de asombro. “Es que estaba aburrido y no hay nadie más por acá.”
Y ahí vuelve otra vez, la risa. Me acompaña a reírme un poco, charlamos sobre nada en especial otro rato, se estira como los perros, alarga un “Bueeeno…”, se despide alegremente y se va. De a trechos se da vuelta y me saluda con la mano.
Cuando desaparece, me meto de nuevo en la historia que mejor me hace sentir, ya sintiéndome mejor. No es poco probable que así haya comenzado el mito, me digo. A causa de un flaquito como tantos, hijo de vecino, con el simple e inusual don del gesto adecuado y la palabra justa en el momento preciso.

* Para conocer la historia completa de “Jesúsh, el de la Crush”, enviar un e-mail a la dirección de correo electrónico que figura en mi perfil… y un dólar a “Pato Feliz”, Avenida Siempreviva 742.




martes, 7 de diciembre de 2010

Irracional


“¿Qué hacés acá? ¡Tu papá y yo te estamos buscando! ¡¿QUÉ HACÉS ACÁ?!” El latigazo de la voz de mujer me sobresalta y tardo un instante en verla a pesar de que está justo en mi campo visual, junto al chico de unos tres o cuatro años, montado en el caballito del área de juegos del supermercado, con la cabeza apoyada en el cuello del caballo y la cara vuelta hacia el otro lado, mirando los televisores o tal vez dormitando, y que ahora se incorpora hacia su madre, que estira una mano para tocarlo y no llega porque otra mano, una de hombre, se cruza en el camino. La mano del padre vuela hacia el brazo flaco que está abrazado al cuello del caballo y lo pellizca con fuerza. Lo escucho mascullar algo pero no entiendo lo que dice. No puedo leer sus labios porque tiene los dientes apretados. Pero la mano lo pellizca, lo sujeta fuerte del hombro, lo sacude violentamente, lo agarra de la muñeca, lo baja a tirones y se lo lleva a rastras, casi dislocándole el brazo. Sólo entonces empiezo a percibir los sonidos que hace el chico. Y también recién entonces veo a la gente alrededor, el montón de gente que mira, toda esa gente que ve y no se mueve. Ya casi lo ha arrastrado hasta la mitad del enorme local y, cuando me doy cuenta de que estoy corriendo detrás de ellos, lo arroja con un brusco movimiento deslizante, medio sentado, medio tirado en el suelo, un par de metros, hasta que la pared lo para en seco, y el chico se queda ahí, haciéndose un bollo, mientras el padre se aleja y la madre se acerca. Alcanzo al padre antes de que la madre alcance al hijo y, por encima del hombro, le largo un vómito proyectil de razones, amenazas e insultos. Lo sigo mientras camina cada vez más rápido intentando dejarme atrás sin lograrlo y tratando de mirarlo a los ojos, pero me esquiva la mirada y el cuerpo, así que orbito a su alrededor mientras le digo que puedo denunciarlo aquí y ahora mismo, que el responsable de la seguridad es él y no la criatura, que va a cosechar lo que siembra tarde o temprano, que es un hijo de puta cobarde y malparido. Quiero que me mire, quiero que pruebe contestarme o ponerme a mí una mano encima, pero no lo hace, así que me acerco más, me le pongo al frente y lo empujo, lo golpeo varias veces con el hombro mientras le digo “Cagón, cagón, cagón” con los dientes apretados, quizás en la misma mueca con que vi su cara por primera vez. Me mira, me aguanta la mirada dos segundos y sale corriendo. Voy a perseguirlo, pero unos metros detrás se escucha el primer llanto fuerte, y me doy vuelta como un resorte, me voy a zancadas hacia la madre, y me tiro de rodillas junto a donde está sentada abrazándolo para rogarle, para ordenarle que no tolere que él maltrate a su hijo, para desoír sus explicaciones estúpidas y vacías porque no puedo oír más que el llanto de ese crío.
A continuación, estoy sentada en una mesa con la cabeza entre las manos, sin saber cómo llegué aquí; el carrito con mi mochila y las compras, que había quedado por ahí, no sé dónde, está a mi lado. Me tiembla el cuerpo, me duelen la rodilla y el hombro, y la mandíbula se me ha trabado. Tengo que dar la espalda a donde estaban, porque estoy estirando el cuello, esperando que aparezcan, para seguir explicándoles que si yo, que apenas soporto a los niños y tengo menos instinto maternal que un hámster, sentí que se me desgarraba algo adentro de sólo ver lo que pasaba, ellos deberían cortarse las manos antes de lastimar a su propio hijo, deberían dejarse matar antes de permitir que alguien lo hiera. Me doy vuelta, porque si los veo otra vez no me voy a poder contener, y no voy a parar hasta que entiendan. Por las buenas o por las malas.