miércoles, 15 de diciembre de 2010

Jesús en ojotas


“¿Te puedo hacer una pregunta?”, escucho a mi lado, y aún antes de verlo noto la sonrisa en su voz. Bajo el libro y miro. Se ha sentado junto a mí sin que yo lo advierta. No es extraño, porque estaba en Rivendel otra vez.
“Sí, claro”, digo amablemente, repasando de antemano el GPS mental que tengo almacenado sobre esta zona, temiéndolo insuficiente. Pero no. No se trata de ubicación.
“¿Conocés a Jesús?”, me pregunta, sin atenuar la sonrisa.
Abro la boca. La cierro. La vuelvo a abrir a medias.
Él me mira con ojos oscuros y límpidos, esperando pacientemente mi respuesta. Barajo unas cuantas y las voy descartando en segundos:
  • “No, no estaba el día que presentaron al equipo.”
  • “¿Cuál Jesúsh, el de la Crush?” *
  • “Ah, uno de barba, sí, ¿cómo anda? ¿Se le pasó el delirio místico?”
  • “¿No tenés nada mejor que hacer con tu tiempo?”
Mientras éstas y otras estupideces pasan por mi cerebro, le pego una escaneada de arriba abajo: veintipico, un negrito cordobés que sería del montón sin la sonrisa, delgado pero atlético, ropa sencilla pero impecable, ojotas de cuero trenzado, un par de días sin afeitarse. Se parece un poquito a la imagen más difundida del objeto de su pregunta.
En esos instantes, se me ha pasado el malhumor que acarreé todo el día y del que traté de evadirme en la Tierra Media. No tengo corazón para reírme de él o para contestarle mal, así que decido ser sincera.
“Sí, conozco a Jesús. Pero no soy creyente y hoy no tengo ganas de pelearte.”
Se ríe. No me esperaba eso; esperaba indignación o insistencia, y él se ríe.
“¡Qué pena!”, me contesta. “Porque a mí me encanta pelear por la causa.”
Ahora me río yo. Con ganas, desde la panza.
“¿Por qué me preguntaste a mí?”, digo cuando consigo ponerme más o menos seria. “¿Me viste cara de necesitar un salvador?”
No es enteramente una broma, porque hoy lo necesitaba.
“La verdad que no”, dice con expresión de asombro. “Es que estaba aburrido y no hay nadie más por acá.”
Y ahí vuelve otra vez, la risa. Me acompaña a reírme un poco, charlamos sobre nada en especial otro rato, se estira como los perros, alarga un “Bueeeno…”, se despide alegremente y se va. De a trechos se da vuelta y me saluda con la mano.
Cuando desaparece, me meto de nuevo en la historia que mejor me hace sentir, ya sintiéndome mejor. No es poco probable que así haya comenzado el mito, me digo. A causa de un flaquito como tantos, hijo de vecino, con el simple e inusual don del gesto adecuado y la palabra justa en el momento preciso.

* Para conocer la historia completa de “Jesúsh, el de la Crush”, enviar un e-mail a la dirección de correo electrónico que figura en mi perfil… y un dólar a “Pato Feliz”, Avenida Siempreviva 742.




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