lunes, 28 de noviembre de 2011

Némesis, quizás

“Hola, Liz”, me dice en un quejido bajo y nasal. Apenas reconozco la voz. Por un momento sólo puedo pensar en que cada vez me resulta más raro que me digan Liz, y que si no viviera en este barrio donde para todos soy nada más que la hija de Hilda y Jorge, ya no sería Liz para casi nadie, y no puedo decidir si eso es malo o bueno o raro o molesto o qué.
“Hola-cómo-te-va…”, contesto de un tirón, haciéndome la distraída, intentando no mirarlo de frente, porque aunque su aspecto sea tan irreconocible como su voz, supe quién era en cuanto lo vi doblar la esquina apoyado en el bastón. Por eso estaba acomodando papeles que no necesitaban ser acomodados, con las manos, la nariz y la mente metidas en el bolsillo de la mochila, suponiendo que así también él me ignoraría, como ha hecho desde hace años.
Pero esta vez no tuve suerte.
La voz es todavía más horrible que su figura enflaquecida y encorvada que arrastra los pies y se inclina a la derecha sobre el bastón que temblequea, más horrible que el pelo todavía espeso pero casi completamente blanco y la cara chupada y derretida como una vela, y amargada, tan amargada. La voz tal vez no ha cambiado mucho (no hemos hablado tantas veces como para que la recuerde bien) pero se le atasca en la garganta y raspa y vibra como la de un sapo reumático, y tiene una nota lastimosa que no estaba antes.
No me contesta cómo le va. Qué me va a contestar, pobre tipo.

Me pasan a toda velocidad las diapositivas que quedaron de él en esta cabeza mía que clasifica todo lo que se le ocurre guardar.
La primera es de cuando yo no tenía ni diez años. Estaba pegoteada a papá, como siempre. Él acompañaba a su padre, que era amigo del mío. En esta imagen es muy joven, muy alto, muy moreno, orgulloso tirando a pedante, y tiene cara de estar oliendo bosta, mientras mira a su padre, al mío, a mí, al barrio y al mundo en general con los labios apretados.
Después hay otra, muy distinta. Yo ando del brazo con Susy, mi prima. Ella tiene unos treinta y yo cerca de quince. Susy está preciosa, como si supiera que tiene que repartir belleza ahora, que tiene que brillar ahora, porque no le queda mucho tiempo. Él le sonríe con todo el rostro y el cuerpo se le arquea como si quisiera (es probable que quiera) enroscarse al suyo. Embrujado, casi baila a su alrededor, en un pavoneo fascinante, obvio, ridículo en su ansiedad.
En la próxima, subimos con mamá al ómnibus y él le cede el asiento, con ademán ampuloso. Yo tengo veintipico y él ha empezado a engordar. Nos halaga descaradamente a las dos. Mamá y yo nos reímos a carcajadas de él sin mover un músculo ni emitir un sonido. Cuando nos cansa el juego, mamá le pregunta por su mujer y sus hijos y lo baja a tierra de un hondazo. Él no encaja bien el golpe, y detrás de la sonrisa forzada se le nota el cobre amargo del resentimiento.
(Ahora sí me acuerdo de su voz: bien modulada y dura como la piedra recubierta por una insuficiente capa de melaza.)
En la siguiente, el disfraz se le resquebraja por las costuras. Papá le está reclamando un trabajo mal hecho (el padre de él lo habría hecho bien, pero ese hombre sentía orgullo y amor por lo que hacía, a diferencia de este hijo suyo), y él comienza a gritar. La cara ya bien regordeta se le hincha y una saliva, que intuyo tóxica, le salpica los labios. Papá se mete adentro porque están a punto de irse a las manos. Yo, que a mis treinta y tantos dispongo de una buena dosis de veneno propio, le suelto un par de dardos bien dirigidos, a toda la potencia de mi voz, tan bien dirigidos que se le encajan los dientes como si se los hubieran atornillado. Esas son las últimas palabras que intercambiaremos. Hasta hoy.
La diapositiva final está recortada por las persianas a través de las cuales estoy espiando, atraída por los gritos. Tengo un vecino nuevo, casi al frente, y él lo está amenazando. No sé por qué, pero lo amenaza, lo torea, lo insulta a él, a su familia, a sus ancestros… El vecino es menor que yo, una cabeza más bajo que él, pálido y de aspecto suave. No dice una palabra. Él saca una barreta del baúl de su auto y se le va encima. El vecino sonríe. Entra a su casa un instante, y sale con una pistola colgando relajadamente de la mano izquierda, al costado del cuerpo.
“Vení, cagón”, le dice en voz muy baja. Y él suelta la barreta, se da vuelta corriendo, sube al auto, lo ahoga varias veces antes de conseguir arrancar, y desaparece por la esquina haciendo chirriar los neumáticos, con el rostro desencajado de miedo. Cuando se lo cuento a mis viejos, no los asombra demasiado.
“A la larga, le va a pasar algo”, dice papá.
“Sí, un día va a chucear a la persona equivocada”, dice mamá.
“O se lo va a llevar puesto la vida”, digo yo. “Tarde o temprano, va a cosechar lo que siembra. Némesis es muy jodida.”

Todo eso me vuela por la cabeza en dos segundos.
No me contesta cómo le va, qué me puede contestar, pobre tipo.
Espero que pase, dejo de revolver en la mochila y miro por sobre el hombro, con el ceño fruncido y la garganta tensa. Va llegando a la otra esquina, apoyado en el bastón porque tiene muy debilitado el lado derecho, arrastrando los pies.
Me acuerdo de su padre, de Susy, de mamá, de papá: todos muertos; el ojo de mi memoria atesora sus rostros sonrientes. Lo miro otra vez a él: vivo, a pesar de todo. De espaldas, tan flaco, con el pelo casi blanco antes de los sesenta, no se parece ni a sí mismo ni a nadie. De frente tampoco, con la cara amarillenta y medio derretida. La voz sí era la misma, pero ahora suena gangosa, tan débil, tan humilde, tan suplicante.
Tarde, pienso, tragándome la compasión, que es salada y metálica. Némesis no suele ser muy sensible a los ruegos de los mortales.

viernes, 14 de enero de 2011

Aromas de verano


“¿Inciensos…? Dos por un peso…”, susurra una voz suave a centímetros de mi oreja, donde hasta hace unos segundos no había nadie, por lo cual me atraganto con un bocado de pebete de salame y queso, al tiempo que me deslizo involuntariamente en dirección contraria, aunque por suerte consigo detenerme antes de seguir de largo desde el borde del banco y terminar sentada entre la bosta de paloma de las lajas de la plaza. Me abrazo fuerte a mi mochila, con el pebete en una mano y la lata de Red Bull en la otra, y miro, como quien mira debajo de la cama a las cuatro de la mañana después de sentir ese ruidito.
Un muchacho. Más o menos. Edad indefinida, por las arruguitas de sol y la tierra que se junta en ellas (hay sequía, está ventoso, pero… ¿tierra en las arrugas?). Color de pelo indefinido, por el reflejo del sol y la tierra que se posa en las rastas (¿más tierra?). Corpulencia indefinida, por el abultado pulóver tejido a mano que lo envuelve (¿con este calor?). Humor e intenciones indefinidas, porque su rostro de Buda se mantiene en perfecta serenidad. Origen indeterminado, porque está descalzo sobre el piso ardiente y puede haber llegado así, silencioso como el mismo verano, desde cualquier parte.
“¿Inciensos…?”, repite, imperturbable. “Dos por un peso…”. Me tomo un sorbo enorme para desatascar el nudo de la garganta mientras niego con la cabeza. Sus ojos se dilatan apenas.
“¿Por qué…? ¿Porque te asusté…? Fue sin querer…” Cada frase que pronuncia en tono soñador parece disolverse en el aire hacia el final. Consigo terminar de tragar.
“No, no es eso”, le explico, modulando inconscientemente la voz para adecuarla a la suya. “Es que me gasté lo último que me quedaba en esto.” Le muestro las dos manos ocupadas. No estoy mintiéndole, no me queda más que un cospel en el bolsillo (hay días buenos, hay días regulares, hay días malos… y está el día de hoy). Él suspira, triste, comprensivamente, sin aparentar dudas. Seguro que le ha pasado más de una vez.
“Aparte”, me siento obligada a agregar, “no uso inciensos porque no tengo olfato.”Eso consigue interesarlo. Se sienta a mi lado y me mira con expresión fascinada. Después, acerca un poco el rostro (sí, tiene tierra en la cara, en el pelo… y ese pulóver… ‘menos mal que no tengo olfato’, me digo) y de pronto él me huele a mí, aspirando con delicadeza y sorprendiéndome por penúltima vez. Se vuelve a levantar, elige una varita de incienso del morral (¡por supuesto que es un morral!) y la engancha a la red de mi mochila.
“Pero no…”, balbuceo. “Si no uso…” Asiente. “Y no tengo…” Niega. “¿Por qué?”
“Porque sos la primera que me contesta bien en todo el día… Y porque tenés un perfume delicioso… Prendelo a la noche, que te va a pegar perfecto…”
Y se aleja, como flotando en las oleadas de calor de la siesta, sin hacer ruido, casi se diría que sin mover un solo músculo.

viernes, 7 de enero de 2011

La mujer de la bolsa


“Ay, Santi, quedate quieto, mirá que si no el Cacho te va a retar”, le dice la dulce abuelita a su nieto hiperquinético. Pensando que no es el primer Santi de esa marca y modelo que conozco, y que quizás los nombres predestinan a los niños, miro de reojo a Cacho, que está entrando mercadería al almacén. Su expresión oscila entre la diversión y el hastío. Se hace el distraído y no dice una palabra, ni a la criaturita, ni a la viejecita. Negocios son negocios.
El Cacho en cuestión mide alrededor de un metro noventa y tiene el porte de un rugbier retirado, de modo que no es extraño que la abuela de Santi lo haya elegido como cuco local. Aún así, pienso (como seguro pensará más de uno de los presentes), sería más justo, para todos los involucrados, que al niño le enseñaran modales en vez de asustarlo con cuanto grandote ande cerca.
El Santi en cuestión se serena un ratito (un minuto y medio, aproximadamente) y después vuelve a las suyas. No molesta tanto, en verdad, sobre todo porque tiene una habilidad especial (y el tamaño perfecto) para esquivar gente sin dejar de correr entre sus piernas.
Dejo de prestarles atención mientras me atienden y cuando salgo, cargada de bolsas, ellos van justo delante de mí por la vereda. Santi, mucho más tranquilo ahora que está al aire libre, se entretiene tirándole esporádicos chorros de su pistola de agua a los árboles y a las verjas. Al quinto chorro, más o menos, la abuelita se detiene, se da vuelta, me señala y dice: “Ay, Santi, dejá de tirar agua, o la señora te va a retar.” Es el colmo. ¡El colmo! Estaré gordita, no seré una belleza etrusca, no me habré peinado, pero tampoco es como para que me nombren cuco suplente de Cacho.
Santi me está mirando. Yo le hago un guiño. “No te preocupés”, le digo, “no te voy a retar; a mí no me importa. Tu abuela tampoco te va a retar, porque no se anima. Hacé lo que quieras.” Y sigo caminando. A Santi le relampaguean los ojos y muestra los dientes. Apunta al corazón de su abuela y dispara, varias veces.
La abuela en cuestión no reacciona. Está pasmada, con la mirada estupefacta fija en mí. No sé si habrá entendido el mensaje subliminal sobre educación infantil, pero seguro que no me vuelve a molestar en su vida.
Cruzo la calle y entro a casa, feliz de encontrarme otra vez con mis chicos, todos de cuatro patas. A diferencia de la mayoría de las crías humanas, los hijos adoptivos de otras especies de mamíferos son bastante fáciles de entrenar.