“Ahora somos huerfanitos los dos, che”, le digo a mi amigo. Él se sonríe. Se está levantando viento. El viento suena como las voces de la gente a mi alrededor o las voces suenan como el viento. Agarro la taza de café para calentarme las manos.
“Justamente”, me contesta, “estaba por darte la bienvenida oficial al Club de los Guachos. Acá tengo el reglamento, el manual, las normas del uniforme…” Nuestra risa desganada tapa un poco el viento y las voces.
Detrás de la plaza oscura se ve una lámpara amarilla. Es la entrada a la playa de estacionamiento, la antigua, donde dejaron el auto mis viejos cuando estaba por nacer yo. Nací un día y medio después, una noche de viernes, en una clínica a dos cuadras de acá. Me nacieron en realidad: cesárea inevitable ante mi ya evidente pereza de salir.
Cuatro años antes, en diagonal a otra esquina de la misma plaza, se habían casado mis viejos, en una iglesia donde sólo debieron elegir la ceremonia y parafernalia más cara para que el cura venciera su reticencia dogmática y les dejara saltearse el cursillo. A mamá sólo le importaba la estética del lugar.
Hace apenas más de un año que, en este mismo lugar, almorzábamos con papá después de la cremación de mamá. Fue la primera vez que notamos la coincidencia, el triángulo de tres vértices (iglesia – clínica – café) donde se había hecho y deshecho simbólicamente nuestro pequeño triángulo de tres vértices (papá – mamá – hija), que duraría más de cuatro décadas. Lloramos, nos reímos, comimos. Al fin, prendimos un pucho en la plaza y nos fuimos, a tratar de equilibrar las dos líneas sin apoyo en que nos habíamos convertido.
Y acá estoy, un año después, volviendo del mismo crematorio, al que llegué desde la misma sala velatoria, y ya sin papá, irreversiblemente. Acá estoy, una sola línea suelta, libre y algo perdida. Con mi amigo terminamos el café y salimos a fumar, como si mi línea intentara cerrar un círculo, pequeño pero indispensable.
“Me parece”, comento más para mí que para él, “que no tengo más ganas de volver por esta zona.”
“Justamente”, me contesta, “estaba por darte la bienvenida oficial al Club de los Guachos. Acá tengo el reglamento, el manual, las normas del uniforme…” Nuestra risa desganada tapa un poco el viento y las voces.
Detrás de la plaza oscura se ve una lámpara amarilla. Es la entrada a la playa de estacionamiento, la antigua, donde dejaron el auto mis viejos cuando estaba por nacer yo. Nací un día y medio después, una noche de viernes, en una clínica a dos cuadras de acá. Me nacieron en realidad: cesárea inevitable ante mi ya evidente pereza de salir.
Cuatro años antes, en diagonal a otra esquina de la misma plaza, se habían casado mis viejos, en una iglesia donde sólo debieron elegir la ceremonia y parafernalia más cara para que el cura venciera su reticencia dogmática y les dejara saltearse el cursillo. A mamá sólo le importaba la estética del lugar.
Hace apenas más de un año que, en este mismo lugar, almorzábamos con papá después de la cremación de mamá. Fue la primera vez que notamos la coincidencia, el triángulo de tres vértices (iglesia – clínica – café) donde se había hecho y deshecho simbólicamente nuestro pequeño triángulo de tres vértices (papá – mamá – hija), que duraría más de cuatro décadas. Lloramos, nos reímos, comimos. Al fin, prendimos un pucho en la plaza y nos fuimos, a tratar de equilibrar las dos líneas sin apoyo en que nos habíamos convertido.
Y acá estoy, un año después, volviendo del mismo crematorio, al que llegué desde la misma sala velatoria, y ya sin papá, irreversiblemente. Acá estoy, una sola línea suelta, libre y algo perdida. Con mi amigo terminamos el café y salimos a fumar, como si mi línea intentara cerrar un círculo, pequeño pero indispensable.
“Me parece”, comento más para mí que para él, “que no tengo más ganas de volver por esta zona.”
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