“Decime de una puta vez si vas a venir a ayudarme con este trabajo de mierda o no, ¡no te hagás la boluda!”, le dice una mujer en el bar a su celular, exasperada, después de diez minutos de negociar sin éxito aparente. Escucha unos instantes más, masculla: “¡Si serás conchuda!”, y corta, cerrando la tapita con un golpe digno del capitán Kirk. Se pone a ordenar papeles, ceñuda, mientras pesca papas fritas con la mano libre.
En la mesa de al lado, una vieja (no es mucho mayor que yo, pero ya es una vieja) resopla fuerte por la nariz, haciendo que su hija dé un ligero respingo. “¡Claro!”, dice en voz suficientemente alta como para que la escuchen, no sólo en la mesa de al lado, sino probablemente también en el bar de al lado, “la señorita puede decir todas las palabrotas que quiera, total no es la criatura de ella la que escucha todo y después repite las barbaridades que dice cierta gente.” Y mira alrededor, la cabeza alta, orgullosa de su valiente civismo.
La chica (no es mucho menor que yo, pero aún es una chica) se vuelve a mirarla, relaja el ceño, respira hondo y, con una sonrisa angelical, al mismo volumen, le contesta: “Ah, tu hija repite todo lo que escucha… ¿Y no probaste educarla, che?” Después, vuelve a abrir su teléfono y empieza a escribir un mensaje a toda velocidad con el pulgar, mientras mastica papas fritas a igual ritmo.
Por el local se escuchan cuchicheos, risas sofocadas, algún suspiro. La nena (no es tan pequeña, pero todavía es una nena) se ha quedado mirando fijo a la mujer del celular, con media sonrisa escapándosele. Su joven madre vieja observa, muy atentamente, su fuente de ensalada, como buscando ahí los secretos del cosmos.
Yo, que hace unos días desvié una conversación con un amigo sobre las ventajas de la leche caliente para combatir el insomnio, justo cuando estábamos a punto de superar la barrera de los dobles sentidos e irnos... bueno, al carajo, precisamente... porque había una familia con niños a nuestro lado, contengo las ganas de aplaudir. Y me trago la bronca, porque esta tipita brava e hiperactiva acaba de soltar una de las mejores respuestas rápidas que he oído, y tuvo el descaro de hacerlo mucho antes de que pudiera ocurrírseme a mí.
En la mesa de al lado, una vieja (no es mucho mayor que yo, pero ya es una vieja) resopla fuerte por la nariz, haciendo que su hija dé un ligero respingo. “¡Claro!”, dice en voz suficientemente alta como para que la escuchen, no sólo en la mesa de al lado, sino probablemente también en el bar de al lado, “la señorita puede decir todas las palabrotas que quiera, total no es la criatura de ella la que escucha todo y después repite las barbaridades que dice cierta gente.” Y mira alrededor, la cabeza alta, orgullosa de su valiente civismo.
La chica (no es mucho menor que yo, pero aún es una chica) se vuelve a mirarla, relaja el ceño, respira hondo y, con una sonrisa angelical, al mismo volumen, le contesta: “Ah, tu hija repite todo lo que escucha… ¿Y no probaste educarla, che?” Después, vuelve a abrir su teléfono y empieza a escribir un mensaje a toda velocidad con el pulgar, mientras mastica papas fritas a igual ritmo.
Por el local se escuchan cuchicheos, risas sofocadas, algún suspiro. La nena (no es tan pequeña, pero todavía es una nena) se ha quedado mirando fijo a la mujer del celular, con media sonrisa escapándosele. Su joven madre vieja observa, muy atentamente, su fuente de ensalada, como buscando ahí los secretos del cosmos.
Yo, que hace unos días desvié una conversación con un amigo sobre las ventajas de la leche caliente para combatir el insomnio, justo cuando estábamos a punto de superar la barrera de los dobles sentidos e irnos... bueno, al carajo, precisamente... porque había una familia con niños a nuestro lado, contengo las ganas de aplaudir. Y me trago la bronca, porque esta tipita brava e hiperactiva acaba de soltar una de las mejores respuestas rápidas que he oído, y tuvo el descaro de hacerlo mucho antes de que pudiera ocurrírseme a mí.
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