“¿Qué hacés acá? ¡Tu papá y yo te estamos buscando! ¡¿QUÉ HACÉS ACÁ?!” El latigazo de la voz de mujer me sobresalta y tardo un instante en verla a pesar de que está justo en mi campo visual, junto al chico de unos tres o cuatro años, montado en el caballito del área de juegos del supermercado, con la cabeza apoyada en el cuello del caballo y la cara vuelta hacia el otro lado, mirando los televisores o tal vez dormitando, y que ahora se incorpora hacia su madre, que estira una mano para tocarlo y no llega porque otra mano, una de hombre, se cruza en el camino. La mano del padre vuela hacia el brazo flaco que está abrazado al cuello del caballo y lo pellizca con fuerza. Lo escucho mascullar algo pero no entiendo lo que dice. No puedo leer sus labios porque tiene los dientes apretados. Pero la mano lo pellizca, lo sujeta fuerte del hombro, lo sacude violentamente, lo agarra de la muñeca, lo baja a tirones y se lo lleva a rastras, casi dislocándole el brazo. Sólo entonces empiezo a percibir los sonidos que hace el chico. Y también recién entonces veo a la gente alrededor, el montón de gente que mira, toda esa gente que ve y no se mueve. Ya casi lo ha arrastrado hasta la mitad del enorme local y, cuando me doy cuenta de que estoy corriendo detrás de ellos, lo arroja con un brusco movimiento deslizante, medio sentado, medio tirado en el suelo, un par de metros, hasta que la pared lo para en seco, y el chico se queda ahí, haciéndose un bollo, mientras el padre se aleja y la madre se acerca. Alcanzo al padre antes de que la madre alcance al hijo y, por encima del hombro, le largo un vómito proyectil de razones, amenazas e insultos. Lo sigo mientras camina cada vez más rápido intentando dejarme atrás sin lograrlo y tratando de mirarlo a los ojos, pero me esquiva la mirada y el cuerpo, así que orbito a su alrededor mientras le digo que puedo denunciarlo aquí y ahora mismo, que el responsable de la seguridad es él y no la criatura, que va a cosechar lo que siembra tarde o temprano, que es un hijo de puta cobarde y malparido. Quiero que me mire, quiero que pruebe contestarme o ponerme a mí una mano encima, pero no lo hace, así que me acerco más, me le pongo al frente y lo empujo, lo golpeo varias veces con el hombro mientras le digo “Cagón, cagón, cagón” con los dientes apretados, quizás en la misma mueca con que vi su cara por primera vez. Me mira, me aguanta la mirada dos segundos y sale corriendo. Voy a perseguirlo, pero unos metros detrás se escucha el primer llanto fuerte, y me doy vuelta como un resorte, me voy a zancadas hacia la madre, y me tiro de rodillas junto a donde está sentada abrazándolo para rogarle, para ordenarle que no tolere que él maltrate a su hijo, para desoír sus explicaciones estúpidas y vacías porque no puedo oír más que el llanto de ese crío.
A continuación, estoy sentada en una mesa con la cabeza entre las manos, sin saber cómo llegué aquí; el carrito con mi mochila y las compras, que había quedado por ahí, no sé dónde, está a mi lado. Me tiembla el cuerpo, me duelen la rodilla y el hombro, y la mandíbula se me ha trabado. Tengo que dar la espalda a donde estaban, porque estoy estirando el cuello, esperando que aparezcan, para seguir explicándoles que si yo, que apenas soporto a los niños y tengo menos instinto maternal que un hámster, sentí que se me desgarraba algo adentro de sólo ver lo que pasaba, ellos deberían cortarse las manos antes de lastimar a su propio hijo, deberían dejarse matar antes de permitir que alguien lo hiera. Me doy vuelta, porque si los veo otra vez no me voy a poder contener, y no voy a parar hasta que entiendan. Por las buenas o por las malas.
A continuación, estoy sentada en una mesa con la cabeza entre las manos, sin saber cómo llegué aquí; el carrito con mi mochila y las compras, que había quedado por ahí, no sé dónde, está a mi lado. Me tiembla el cuerpo, me duelen la rodilla y el hombro, y la mandíbula se me ha trabado. Tengo que dar la espalda a donde estaban, porque estoy estirando el cuello, esperando que aparezcan, para seguir explicándoles que si yo, que apenas soporto a los niños y tengo menos instinto maternal que un hámster, sentí que se me desgarraba algo adentro de sólo ver lo que pasaba, ellos deberían cortarse las manos antes de lastimar a su propio hijo, deberían dejarse matar antes de permitir que alguien lo hiera. Me doy vuelta, porque si los veo otra vez no me voy a poder contener, y no voy a parar hasta que entiendan. Por las buenas o por las malas.
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